viernes, 28 de diciembre de 2012

TÚ TIENES LA LLAVE (II). LA ANGUSTIA EXISTENCIAL DE LA CARRETERA


JOTAUVE y la Honda CB-750 en la carretera. Década de los noventa.





Serían alrededor de las cuatro de la tarde del domingo 2 de Octubre de 1994, cuando algunos de los más allegados me encontraron por fin tirado en la cama de una habitación escondida después de buscarme largo rato por todo el albergue. La paella del almuerzo había sido espantosa, me contaron, y nadie fue capaz de acabar su plato, no digamos ya de repetir, pese a lo cual, y a la espera de la digestión, casi todos empezaban a tener muy mal cuerpo. Y sin embargo, fuese en las condiciones que fuese, había que salir de allí, subirse en las motos y echarse a la carretera de nuevo. Desde la habitación ya se escuchaba el sonido de los motores de los primeros grupos que abandonaban Benicassim poniendo rumbo hacia los cuatro puntos cardinales del país. La expedición que partía para Madrid todavía no había salido, andaban de momento buscándose los unos a los otros y despidiéndose de terceros, según se les oía por los pasillos del albergue. Yo no regresaba con ellos. En realidad, como tenía un día libre más, ni siquiera regresaba a Madrid hasta la jornada siguiente, lunes. Premeditadamente me había buscado un destino mejor, en compañía de los íntimos, el entonces Bóxer Manuel (hoy Hachegé, o Aguirre, son sus nombres de guerra) y de su inseparable Julia. Casi siempre viajábamos juntos a todas partes. Adonde iban ellos, iba yo. Adonde iba yo, venían ellos.

JOTAUVE y AGUIRRE, inseparables camaradas en los 90, los años locos de la carretera

 

Me levanté de la cama casi a rastras, y casi a rastras llevando el equipaje llegué hasta la explanada trasera en donde estaban aparcadas las motos. Yo también tenía muy mal cuerpo, aunque prudentemente no hubiese probado la paella venenosa del albergue. Los excesos alcohólicos de la víspera y la falta de sueño y de alimento seguían causándome estragos. Pese a todo, mientras colocaba el equipaje en la moto se me ocurrió pensar que me estaba labrando una biografía meritoria de la que algún día podría sentirme orgulloso, que estaba haciendo algo grande en la vida, que mi existencia cobraba una dimensión extraordinaria cada vez que me arrojaba a la carretera para emprender un nuevo viaje y me dejaba poseer por ella. Y a la vuelta de setecientos kilómetros y poco más de veinticuatro horas, ya de regreso en casa, me sentaría a escribir acerca de todas estas últimas vivencias que acababa de experimentar, que todavía estaba experimentando, y que tanto pensaba que me engrandecían, aunque seguramente muchas de ellas sólo me estuviesen encanallando. Y lo mejor de todo es que ni siquiera era feliz, ni necesitaba serlo. Para mí, la carretera y los viajes en moto constituían una especie de sublimación intensa de la angustia existencial, una sobredosis abrumadora de realidad que, paradójicamente, sólo a través de este mecanismo de exaltación enajenada se volvía soportable y me permitía seguir descubriendo sus posibilidades creativas y redentoras. La carretera como liberación. Por eso, aparte de otras razones más elementales y obvias, era fundamental no matarse en la carretera, ni tan siquiera sufrir un accidente, por leve que fuese, porque había que seguir en ruta mientras la ruta constituyese todo mi mundo, o por lo menos la parte primordial del mismo. Evita los accidentes de tráfico, evita els accidents de tránsit, tú tienes la llave, tú tens la cláu. Sólo era un lema, un hallazgo más o menos afortunado de un publicista profesional contratado por la Generalitat Valenciana para su campaña de seguridad vial. Pero todo era muy engañoso, o como mucho todo era una verdad a medias, o menos. En la carretera, tu vida no dependía sólo de ti. Nadie era estrictamente dueño de su destino. Los demás conductores también tenían su llave maestra, y podían abrir puertas indeseables. Frente al discurso didáctico oficial, plano y simplista, yo podía oponer mi filosofía de la carretera, mucho más reflexiva y consistente, que tampoco salvaba vidas necesariamente, es cierto, pero que acaso las engrandecía y les otorgaba un nuevo valor de dignidad y trascendencia. O al menos eso era lo que yo creía entonces. Ahora ya no estoy seguro de seguir creyéndolo.

 


Una vez subido en la moto y con el motor en marcha en el momento previo de partir, comprendías que ni la dignidad ni la trascendencia eran buenas compañeras para andar por el mundo cuando tus fuerzas físicas no podían corresponder a lo que se demandaba de ellas. Si el cuerpo no te seguía y era tu cerebro (también sustancia corpórea, al fin y al cabo) el que tenía que tirar de él y someterlo por la fuerza, cualquier viaje, por breve que fuese, podía volverse muy comprometido. Y el nuestro era ambas cosas, breve y comprometido, pues aunque sólo teníamos que recorrer doscientos kilómetros por autopista y autovía, habíamos calculado previamente que tardaríamos no menos de tres horas en hacerlo, en tal mal estado nos encontrábamos. Y además, por supuesto, también contábamos de antemano con que tendríamos que parar varias veces, y no importaba cuántas ni durante cuánto tiempo en cada una. Bóxer Manuel (a partir de aquí Hachegé, o Aguirre, según convenga), había descrito un momento antes de salir muy expresivamente cómo íbamos a viajar: al tran tran.
 

Hace calor, demasiado calor para esta época del año cuando salimos de Benicassim después de despedirnos de la gente y desearles buen viaje adonde quiera que vayan. Enseguida tomamos la autopista rumbo sur y rodamos un rato a humildes cruceros de 100/110 kilómetros por hora antes de efectuar la primera parada para cargar combustible. Como curiosidad para los aficionados a los detalles del pasado, decir que el litro de gasolina súper de 96 octanos costaba entonces 107 pesetas, esto es, 64 céntimos de euro actuales, menos de la mitad de lo que cuesta hoy (227 pesetas ó 1´37 euros en las gasolineras más baratas), pero proclamar aquí y ahora que cualquier tiempo pasado fue mejor es hacer apología de la nostalgia y caer en el derrotismo absoluto.

Precios del combustible a finales del año 2012



 

No bien hubo terminado de llenar el depósito de su BMW R-65 del 86, Aguirre se sintió indispuesto. Quizá muy indispuesto, pues salió corriendo hacia los servicios de la gasolinera, él, que nunca corría por nada ni por nadie. Alejé las motos de los surtidores, primero la suya, luego la mía, y nos retiramos Julia y yo a una zona apartada para poder fumar. A ella también le había sentado mal la paella del albergue, pero de momento resistía, me confesó. Estuvimos fumando largo rato mientras contemplábamos en silencio el intenso tránsito del domingo que corría por la autopista. En la carretera, Julia era una mujer de muy pocas palabras. Este no era su ámbito natural, y terminaría retirándose para siempre de las motos y de los viajes seis años después, pero con decenas de miles de kilómetros en el cuerpo. Empezamos a preocuparnos ante la tardanza de Aguirre, de modo que decidí ir a buscarle a los aseos de la estación de servicio. Sus tirantes y los pantalones de cuero colgaban en lo alto del tabique de uno de los retretes sin techar, y apenas si pudo contestarme con un hilo de voz cuando le llamé. Todo había ido bien, y en cuanto se vistiese reanudaríamos el viaje. Puta paella, dijo al salir, todavía pálido y tembloroso. La caridad no se encontraba entre las virtudes que yo practicaba en aquellos años, tampoco la misericordia ni la discrección, pero sí que me prodigaba, en cambio, en la ironía, el humor negro y el sarcasmo brutal, así es que no tuve demasiados escrúpulos en escribir aquel episodio y titularlo escatológicamente (aunque debidamente sajonizado, para quitarle crudeza) como Highway Defecator, y como tal lo leyeron en el boletín oficial de la peña motorista y supieron de sus desdichados pormenores todos sus miembros. Yo era incorregible, y me temo que sigo siéndolo. 

AGUIRRE y su BMW R-65 del 86. Años 90

 

Volvimos a la autopista con la incertidumbre de no saber quién sería el siguiente en indisponerse, incluso si no repetiría el propio Aguirre, puesto que Julia parecía más entera y yo llevaba bastantes horas sin ingerir alimentos. Habíamos considerado la posibilidad de comer algo en la primera parada, pero inmediatamente lo habíamos descartado para evitar que nos invadiese el sueño, es decir, que se incrementase el sueño que ya teníamos de antemano, porque en aquel momento cualquiera de nuestras circunstancias era susceptible de empeorar al menor descuido. Con todo, el sueño no era lo peor, sino más bien la fatiga, el cansancio, el abotargamiento y el bajo tono muscular que me hacía sentir el manillar de la moto flotante y esponjoso bajo las manos. Y además, como viajábamos al tran tran, despacio y sin tensión en la monotonía de la autopista, bajo un cielo plomizo, viscoso y caliente, el nivel de concentración se encontraba muy por debajo del umbral de seguridad necesario para conducir. Todos los manuales de seguridad vial recomendaban con sensatez detenerse ante la menor señal de fatiga, sueño o cansancio, porque aunque uno estuviese convencido de poder sobreponerse a ellos, era una lucha estéril, pues al final siempre te derrotaban. Lo sabíamos, y sin embargo seguíamos conduciendo, y los kilómetros se iban restando, y la distancia hasta el destino final del viaje se acortaba poco a poco ante nuestro asombro. ¡Nos movíamos!


En algún punto del camino nos llovió copiosamente, en otro sopló el viento inclemente de la costa, que era húmedo y salobre, y en un tercero asomó un sol crepuscular que ya no nos abandonaría en toda la jornada, y la tarde se volvió sobredorada, apacible y dulce en las interminables rectas de la autopista dominical, que eran como inmensos canales de asfalto reluciente que corrían hacia el sur paralelos al Mediterráneo. Bien pensado, aquel viaje, como tantos otros, representaba la sustancia misma de la vida, en donde todo era posible y necesario para que no se alterase el orden del mundo, desde el dolor al placer, pasando por la felicidad y la angustia, y terminando en la esperanza y el desasosiego, y todos los estímulos y todas las sensaciones adquirían de repente una intensidad tan extraordinaria y luminosa que yo no conseguía sobreponerme a mi propio desconcierto ni a mi ansiedad de viajero alucinado.
 

A cincuenta kilómetros del destino final del viaje hicimos una nueva parada en un área de servicio para evaluar el estado de nuestros cuerpos y de nuestras almas, porque en aquel tiempo todavía estábamos convencidos de que teníamos alma. Se nos había ido la tarde atravesando al tran tran las provincias de Castellón y Valencia y estábamos a punto de entrar en la de Alicante. Animados por la cercana conclusión de la ruta nos atrevimos a llenar por fin el estómago con unos bocadillos y unos refrescos cuyo precio nos supuso una verdadera crucifixión económica, como antes ya lo había sido el peaje de Sagunto y enseguida lo sería el de Ondara. Por aquel entonces la gasolina era relativamente asequible, pero el precio de los peajes de las autopistas resultaba sencillamente disparatado. Ahora da la impresión, seguramente engañosa, de que se han invertido los términos y el combustible es más caro en relación a las tarifas de peaje de las autopistas. Aguirre parecía haberse sobrepuesto a sus problemas intestinales y el organismo se le iba asentando con las horas de carretera, porque para él la carretera también era una verdadera liberación, aunque fuese por motivos muy diferentes a los míos, pero por eso la carretera nos acercaba tanto, nos convocaba y suponía nuestro mayor punto de encuentro, mientras iba repitiendo, una y otra vez, como de costumbre, ya no queda nada, ya no queda nada, esto está hecho, y Julia, desmadejada y meditabunda, pero aún muy digna, le miraba con indiferencia y fumaba en silencio, y yo sentía el cuerpo desbaratado y denso como si me pesara miles de toneladas, pese a lo cual me encontraba casi eufórico y dispuesto de nuevo a conquistar el mundo, o por lo menos la carretera, que eran las conquistas que uno se proponía entonces con treinta años de edad, o treinta y uno, exactamente los que cumpliría tres días después.




Tal y como había pronosticado Aguirre, aquello estaba hecho, y entramos en Denia con las últimas luces, o las primeras sombras, de la tarde del domingo. Habíamos recorrido alrededor de doscientos kilómetros, apenas una insignificante muesca en el mapa, aunque parecíamos recién llegados desde el otro extremo del país. Mal comidos, mal dormidos, mal aseados e intoxicados por todo tipo de alcoholes criminales, estábamos cansados, sucios y rotos, pero también increíblemente lúcidos, quizá como nunca lo habíamos estado hasta entonces. Tanto, que hicimos firmes propósitos de acostarnos temprano esa noche para recuperarnos en condiciones y afrontar descansados el viaje de regreso a Madrid, al día siguiente. Animada por esta sensata resolución y para resarcirnos de todas las calamidades sufridas en Benicassim, Julia nos invitó a cenar una exquisita caldereta de lenguado a la zarzuela, el plato estrella de uno de nuestros restaurantes favoritos de aquella época, un establecimiento emblemático, situado en la playa, que luego caería en desgracia, como tantos otros. Casi veinte años después no recuerdo nada de esa cena ni de la invitación de Julia, pero así debió de suceder, puesto que así quedó escrito en su día en la crónica del viaje. 
 

Sin embargo, sí que recuerdo perfectamente que no nos acostamos temprano ni sobrios tampoco esa noche, pese a los buenos propósitos iniciales. Como verdaderos seres nocturnos que éramos (y seguimos siendo), después de la copiosa cena volvimos a tomar adecuada y auténtica posesión de nosotros mismos. Sobrepuestos al cansancio, al sueño, al dolor y a todos los demás males corporales que nos habían aquejado horas antes, decidimos una vez más que los buenos propósitos previos declarados en un momento de suma debilidad estaban hechos para ser transgredidos sin contemplaciones, porque de lo que se trataba era de dejar que las cosas siguieran su curso, fuese para bien o para mal, y que el mundo loco se hiciera cargo de nosotros, nos llevara y nos trajera al albur, tal y como había venido sucediendo desde que teníamos memoria.

Y esta vez nos llevó hasta más allá de las cuatro de la madrugada, apaciblemente sentados en la terraza otoñal del Jamaica Inn, frente al Puerto, mirando las estrellas que se reflejaban en las copas de cristal y hablando de la vida.


Tercer y último capítulo:

 

 


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