sábado, 20 de diciembre de 2014

ESPERANDO LA MUERTE EN LA NACIONAL 301 (12 de Agosto de 1989). (Primera parte). Vertiginoso mal de altura.



Está usted ahí sentado esperando la muerte, me dijo un día el psicólogo argentino de la Seguridad Social que me atendía durante un breve período de tiempo allá a mediados de los años noventa del pasado siglo. Y a continuación, observando mi casco de motorista que reposaba en la silla contigua, y como si quisiera restarle brutalidad a la frase anterior, añadió con un punto de cordialidad: ¿ha venido usted con su moto?

La pregunta era del todo absurda, desde luego, porque no iba a haber venido a la consulta en una moto robada, pero no estaba yo de humor para intentar una interpretación correcta de la sintaxis peculiar de un psicólogo argentino de cierto prestigio (todavía recuerdo su nombre), eventualmente contratado por la Seguridad Social española. Pero sí, había venido con mi moto, porque a pesar de que sufría con frecuencia mareos, vértigos y paralizantes crisis de ansiedad como consecuencia de una somatización de mi angustia existencial, precisamente el poder seguir montando en moto -y aunque mis trastornos y el consumo de fármacos lo desaconsejaran absolutamente-, era la única manera de sentirme vivo y de aplazar esa muerte esperada que me había pronosticado el psicólogo. Y por supuesto no utilizaba la moto sólo para mis habituales desplazamientos urbanos al consultorio de la Seguridad Social, sino que con alguna asiduidad viajaba también por carretera centenares o miles de kilómetros pese a encontrarme de baja laboral en mi trabajo ferroviario. Quizá no estuviese esperando la muerte, pero por si acaso se presentaba de repente, había decidido vivir deprisa y peligrosamente, casi con una obstinación rebelde y transgresora, apurando cada experiencia vital como si fuese la última, y de este modo la carretera me causaba una especie de vertiginoso mal de altura y me transmitía un aluvión de sensaciones tan tóxicas y desconcertantes como los efectos de una droga. Pero esta es otra historia, a la que ya nos acercamos de pasada y con anterioridad en este blog:




Y sin embargo, un día de verano de seis años antes, cuando aún no tenía la cabeza enturbiada por ningún conflicto existencial ni estaba sentado en la consulta de un psicólogo esperando pasiva y resignadamente mi propia muerte, ésta se me presentó de improviso en la carretera, y fue entonces cuando verdaderamente la estuve esperando y temiendo como una terrible consumación, porque dada la situación y la gravedad del probable desenlace que durante interminables segundos se anunció ante mis ojos, no podía esperarse otra cosa, salvo que se esperase únicamente un milagro.


 
Era el mediodía del 12 de Agosto de 1989, y viajaba desde Madrid en solitario por la N-301 de camino a la costa mediterránea a bordo de una modesta Yamaha SR-250 con motor monocilíndrico de cuatro tiempos y 20 cv. de potencia, un modelo muy popular en la época entre los mensajeros españoles, al tratarse de una moto urbana y económica por excelencia. Sin embargo, sus humildes prestaciones, la limitada calidad de sus componentes mecánicos y el escaso confort de marcha y seguridad que ofrecía no hacían de ella la máquina ideal para largos desplazamientos por carretera, pero aún así muchos motoristas neófitos que no éramos mensajeros nos iniciábamos en el mundo de las dos ruedas con este modelo. Y a mí estuvo a punto de costarme la vida apenas año y medio después de haberla estrenado.

Hasta el momento del percance, el viaje no había presentado ninguna incidencia destacable, y a velocidades de crucero de 80-100 kms/h., que eran las que desarrollaba esta moto, los kilómetros iban cayendo con un promedio razonable para una carretera nacional española de los años ochenta. Tampoco los turismos viajaban mucho más deprisa entonces por este tipo de vías. Los 10 litros del depósito de combustible de la Yamaha y su ajustado consumo permitían una muy aceptable autonomía de 200 kms., de modo que tenía previsto hacer la primera parada en las proximidades de Minaya (Albacete). Sin novedad había ido dejando atrás las tediosas travesías de Villatobas, Corral de Almaguer y Quintanar de la Orden, pero disfrutaba rodando de forma tan demorada y un tanto indolente por esta carretera que formaba parte esencial de mi biografía viajera de la infancia. Era la nostalgia, por encima de todo, la que me empujaba a recorrer la N-301 una y otra vez en un continuo periplo meridional de ida y vuelta al Mediterráneo. Incluso he vuelto a hacerlo ocasionalmente en fechas muy recientes, porque el imperativo de la nostalgia es recurrente y no puede ser desobedecido sin incurrir en imperdonable traición a uno mismo. 

Crucé Mota del Cuervo, y en la primera recta interminable que buscaba el horizonte en suave descenso fui abriendo el acelerador y dejé que la moto se embalase impulsada por un ligero viento de cola. Caía un sol de plomo sobre la carretera. La escala del velocímetro estaba graduada de 0 a 160 km/h., una velocidad absolutamente impensable para esta moto, pero la aguja fue subiendo muy lentamente hasta los 110, 120 y 130 mientras el motor monocilíndrico vibraba con una trepidación catastrófica y la aguja del cuentavueltas entraba en la zona roja de las 8.500 revoluciones por minuto (de manera también testimonial esta escala estaba graduada hasta las 10.000, porque a ese sobrerrégimen el motor sin duda reventaría). Un Simca 1200 se interponía en mi camino apenas cincuenta metros por delante, pero la carretera aparecía despejada al frente, de modo que miré por los espejos, accioné el intermitente y salí al carril izquierdo para proceder a la maniobra de adelantamiento sin cortar gas. Le alcancé y empecé a rebasarle con holgura, pero antes de poder finalizar la maniobra y regresar al carril derecho se me abrieron de golpe las puertas del infierno. Veinticinco años después todavía recuerdo la cara de espanto del conductor del Simca. Pero sobre todo no he conseguido olvidar mi propia sensación de angustia sabiendo que aquellos eran mis últimos segundos de vida.




jueves, 6 de noviembre de 2014

CARRETERA N-301 (OCAÑA-CARTAGENA). (I) De Ocaña a Albacete



Ver también la segunda parte del reportaje:


En febrero de 2013, cuando el alcance que teníamos en nuestra página de Facebook apenas llegaba a los 60-70 seguidores, comenzamos a elaborar un reportaje sobre la carretera  N-301  (Ocaña-Cartagena), recuperando y mostrando todos los vestigios de otras épocas, lugares interesantes y demás curiosidades que pudiéramos encontrarnos en la ruta, a través de los ojos de la herramienta Google Street View. Aunque nos quedamos a mitad de la provincia de Cuenca; nunca se llegó a terminar.

Bien, dado que a principios de septiembre del año 2014 superamos la increíble cifra de 2000 seguidores en la página, decidimos recuperar este reportaje para la ocasión, entre otras celebraciones, y volvimos a recorrer virtualmente esta carretera. No solo rescatamos los antiguos posts que ya se publicaron entre febrero y mayo de 2013; además, continuamos el reportaje a partir de donde lo dejamos, tratando de llegar lo más lejos posible. Nuestro objetivo ha sido llegar hasta Albacete, que fue hasta donde lo estuvimos preparando, sin descartar en absoluto continuar y llegar hasta la misma Cartagena en un futuro, que en principio, habría de ser parte de otro reportaje diferente, el cual ya se ha realizado.

Entre los días 12 de septiembre y 6 de noviembre, fuimos publicando en nuestra página de Facebook dos posts diarios de forma ininterrumpida, a las 8:00 y 20:00, recorriendo la nacional. Ahora que ya hemos terminado nuestro reportaje en Facebook, hemos decidido reunir de nuevo todos los datos que hemos publicado estos meses, tanto los que ya teníamos como los que nos han ido aportando los seguidores, para crear este artículo: un reportaje con el que viajaremos por la nacional.

jueves, 30 de octubre de 2014

N-332. Límite de provincias Alicante-Valencia y hallazgos y curiosidades en Vergel y Ondara.



Una tarde de Junio tórrida en la provincia de Alicante, me aburría, me había quedado sin provisiones para la cena y era necesario bajar al súper más cercano para solventar la situación. Cogí la moto, llené la maleta trasera o top case de víveres no perecederos y decidí que era un crimen volver a meterse en casa sin dar una vuelta por las carreteras cercanas. No iba a ciegas, desde luego. Sabía dónde buscar, aunque al final encontré mucho más, y más interesante, de lo que esperaba en un principio.


Este hito lo llevaba viendo toda la vida, pero completamente mudo y descascarillado. Sin embargo, el otro día, me llevé la grata sorpresa de que había sido restaurado y pintado con la nueva denominación de la carretera. Meses después, gracias a las investigaciones de mis colaboradores, hemos conseguido averiguar la nomenclatura primitiva a la que correspondió. Se trataba de la A-P-1323, y se encuentra en Las Rotas (Denia). Es una carretera local muy corta que muere en el mar. Es curioso que los caracteres del cajetín estén pintados en negro, en lugar del blanco preceptivo de los hitos del Plan Peña, pero es que para que destaquen sobre el amarillo tiene que ser un blanco especial, muy intenso, y naturalmente a estas alturas de la Historia no se van a complicar la vida los responsables del asunto. Bastante es que se haya salvado el hito, porque el del km. 1 ya es metálico, y la carretera termina antes del km.3. Muy corta, como digo.


Por aquí había ya poco que hacer en cuanto a descubrimientos de vestigios carreteriles, así es que lo obligado era acercarse hasta la N-332, muy cerca, en el límite de provincias de Alicante y Valencia, una frontera que siempre me ha resultado excitante. Hasta hace poco tiempo en este límite existía un cruce muy peligroso hacia Denia y sus playas regulado por un stop. Pero ese cruce se cobró tantas vidas que decidieron suprimirlo sobreelevando la N-332 y estableciendo una rotonda debajo. Como consecuencia de ello quedó sin servicio un breve tramo de carretera de apenas 100 metros, aunque en realidad todavía da acceso a alguna finca colindante.





El río Racons, o Molinell, marca el límite entre las dos provincias. Hace años, entrando desde la de Valencia a la de Alicante se veía un cartel con una cita del escritor gallego Wenceslao Fernández Flórez: Alicante, la casa de la primavera. Lamentablemente ese cartel ya no existe, porque este país se vuelve cada vez más prosaico.

Vista del tramo en sentido Alicante, con la silueta prominente del Montgó al fondo:


 Y desgraciadamente nos encontramos también con esto:


No sabemos si la víctima, al parecer de nacionalidad alemana, perdió la vida antes o después de la rectificación del peligroso cruce. Pero lo cierto es que sobrecoge seguir encontrando estas cosas en la carretera.

Regresamos al municipio de El Verger, primera localidad alicantina que encontramos en esta carretera viniendo de Valencia. La nacional ha sido circunvalada, pero el pueblo conserva milagrosamente tres hitos del Plan Peña en un aceptable estado de conservación y además correlativos. Corresponden a los primitivos kilómetros 174, 175 y 176 de la N-332, antes de que se variase su kilometraje, que ya quedaría reflejado en hitos metálicos.






Dos tomas del 175. Es curioso que ha existido movimiento de tierras en las cunetas y sin embargo el hito ha sobrevivido, afortunadamente. No es lo habitual, como tampoco es habitual que lo dejen degradarse sin más, perdiendo la pintura como consecuencia de los años y de la intemperie. Otros que todavía sobreviven en esta carretera han sido repintados, pero borrando la numeración kilométrica y dejando sólo el cajetín con el rótulo de N-332.




El 174. Este es quizá el que mejor se conserva, y además, al encontrarse en una amplia zona ajardinada y enterrada su base, pienso que tiene más probabilidades de sobrevivir definitivamente e incluso de ser restaurado de pintura, aunque le borren el punto kilométrico. Lo cual es una lástima, por otra parte, porque lo suyo sería respetar su estado original, caracteres incluidos, aunque no reflejen el kilometraje real de la carretera en la actualidad.

Seguí buscando más hitos correlativos, quizá el 173 y sucesivos en orden descendente, pero la travesía de El Verger a partir de este punto ya se encontraba completamente urbanizada, con aceras y edificios, y en estas circunstancias los viejos hitos tienen a desaparecer inexorablemente. Sin embargo, entre el hito 176 y el 174 todavía encontré cosas dignas de interés, como veremos a continuación.


Este coche (al parecer, un Rover) se quemó completamente en algún lugar no muy lejano y lo trajeron a este desguace que existe a la entrada de El Verger. Todavía no lo han llevado al interior del recinto del desguace, que es perfectamente visible desde la carretera y cuyo interior fotografié en alguna ocasión anterior. Para mí no tiene un interés excesivo, porque todos los vehículos que alberga son bastante modernos, o por lo menos demasiado contemporáneos. Sin embargo, teniendo en cuenta que la mayoría de los desguaces a la intemperie han desaparecido, para convertirse en plantas de reciclado de chatarra completamente asépticas e invisibles desde el exterior, este de El Verger puede considerarse una excepción y una singularidad notable.

¿Y qué decir de este reclamo comercial que se encuentra un poco más adelante? Ocupa todo el arcén y casi invade la propia carretera. Completamente inadmisible. Sin embargo es una costumbre en esta zona que los anunciantes de negocios particulares invadan con su publicidad las vías públicas. Apenas un kilómetro más allá se ubica el cuartel de la Guardia Civil.


Otra costumbre muy frecuente en El Verger es que los tejados de casas y edificios exhiban vehículos de todo tipo, bien como reclamo comercial de sus actividades, en este caso un negocio de motos, o por puro misterio y abandono, como veremos más adelante.











Sin embargo, nada mejor que este reclamo de la tienda/taller a pie de carretera. Se trata de una Ural con sidecar muy aparente y vistosa. Una moto rusa que no puede competir con productos europeos occidentales y asiáticos mucho más evolucionados. Sólo con detectar los arcaicos frenos de tambor ya podemos hacernos una idea de las pretensiones de esta moto. No obstante, en la primera imagen, se puede observar un detalle gracioso: lleva un anagrama con la hoz y el martillo en la parte inferior trasera del sidecar. Vamos a recortar la fotografía para que se vea mejor:


Y volvemos a los tejados. Casi saliendo ya de El Verger, nos encontramos con este Seat 1400 convertido en un acordeón, que es imposible saber cómo ha llegado ahí arriba. Lo llevo viendo durante varios años y está claro que alguien lo ha tenido que subir al tejado de porque sí. Además, el local comercial no tiene nada que ver con actividad de automoción alguna, pues es, o era, de una empresa de elementos de riego o similar. Supongo que no existirá ninguna normativa municipal que te obligue a bajar del tejado de tu casa o negocio un pedazo de chatarra. ¡Hasta ahí podíamos llegar! Y me parece bien. Pero por lo menos desconcertante no podemos negar que resulta.


Seguimos viaje por la N-332 en dirección Alicante, y la siguiente localidad que nos encontramos es la de Ondara. Sin ser demasiado exhaustivo en mi búsqueda de antiguos elementos y sin salirme del entorno de la carretera encuentro por lo menos dos vestigios muy interesantes. Este no lo conocía, el segundo sí.




Esta señal de prohibición de señales acústicas es toda una reliquia de otros tiempos. ¿Tendrá fecha de fabricación por detrás? Cuando me bajo de la moto para hacerle un par de fotografías e indagar en su reverso para encontrar una fecha, los peatones que transitan por la calle me miran alucinados como si se encontrasen ante un extraterrestre. Pero yo a lo mío, sin inmutarme. No encuentro ninguna fecha, y aparentemente no la tiene, aunque es difícil saberlo, porque puede encontrarse en la parte derecha más pegada a la pared. Pero no me atrevo a mover la placa ligeramente para salir de dudas, porque la gente a lo mejor se hubiera mosqueado.

Y por último, este cartel direccional que llevo viendo toda la vida en plena travesía de la N-332 por Ondara (es decir, medio siglo), que siempre quise fotografiar y que por fin lo conseguí esa tarde de mediados de Junio de 2014. Aunque mi deseo secreto es llevarme el cartel, por supuesto, cosa que se antoja demasiado complicada. El edificio está que se cae a pedazos, pero el cartel resiste y se encuentra a demasiada altura como para intentar acceder a él. Y además, ¿en dónde diablos tiene el anclaje a la pared? ¿Por detrás? ¿Pero cómo? Me quedaré con las ganas de averiguarlo. Como curiosidad chapucera de su colocación destacar que la punta de flecha sobresale sobre la arista del edificio. Pero ahí sobrevive, impertérrito, indicando un destino que sigue siendo correcto aunque ya no se utilice esa carretera (antigua C-3311) para llegar a Denia ni a sus playas.


jueves, 25 de septiembre de 2014

LUNES ARDIENTE EN LA CARRETERA. 1ª Parte. Minglanilla-Alcalá del Júcar





La implacable ruta de la sed
1ª Parte. Minglanilla-Alcalá del Júcar



      A menudo lo mejor es improvisar, tomar decisiones sobre la marcha, elegir los caminos según se vayan presentando las alternativas. Estoy hablando de un viaje por carretera, no de la vida. Las metáforas quizá las deje para más adelante, si surgen, como surgen las alternativas. De momento voy rodando por la autovía A-3 tratando de escapar de Madrid hacia el Mediterráneo. Puede ser un viaje de rutina de poco menos de quinientos kilómetros y poco más de cuatro horas, o puede ser lo que yo quiera, incluso un viaje de poco más de quinientos kilómetros y poco menos de ocho horas. Puedo atravesar sólo cuatro provincias, o atravesar incluso cinco, si lo deseo. Atravesar más de cinco ya supondría dar un largo rodeo que dispararía excesivamente la distancia y el tiempo de viaje, y tampoco se trata de esto, aunque acabe de inaugurar mis vacaciones. Me esperan al otro lado del mapa y no comprenderían una excesiva demora por mi parte.



Estoy improvisando tanto, que ni siquiera he mostrado interés en llenar el depósito de combustible de la moto antes de partir. En consecuencia, la luz naranja del testigo de la reserva se enciende apenas superada la primera veintena de kilómetros del trayecto. Me desvío en la primera gasolinera que me sale al paso y cargo el tanque de gasolina sin plomo de 95 octanos casi hasta rebosar. Más de 20 litros y cerca de 30 euros, o 30 euros exactos por aquello de redondear la cifra y evitar monedas de vuelta, que ahora ni lo recuerdo, ni quiero recordarlo. Me retiro de los surtidores y me dedico a fumar un momento ensimismado, meditando acerca de lo que quiero hacer exactamente en este viaje. Es el mediodía del 1 de Septiembre de 2014, Lunes.  El verano de este año ha sido hasta la fecha irregular y discontinuo, y amenaza con manifestarse en toda su tórrida crudeza durante el mes de Septiembre. El mes comienza fuerte, desde luego, y el calor aprieta sin clemencia. La indumentaria de motorista, como de costumbre, no hace sino agravar la situación térmica. La chaqueta de Gore-Tex, los pantalones de cuero, las botas cortas, el pañuelo de cuello y el casco son de color negro, y absorben maravillosamente bien la radiación solar, forzando al cuerpo a romper a sudar de inmediato, transmitiéndote una permanente y desagradable sensación de asfixia que ya no cesará hasta que llegues a destino y puedas reconciliarte con el mundo bajo el chorro helado de una ducha.
 

Regreso a la autovía. He decidido continuar por la A-3 hasta Honrubia, en donde me desviaré, como suele ser habitual, por la primitiva N-III. Una vez en Minglanilla ya pensaré si viro hacia el sur por carreteras comarcales en dirección Almansa o continúo camino hasta Valencia. Mi decisión dependerá del calor, de la hora y del estado de ánimo. Quizá tenga que detenerme a comer, quizá no, y pueda mantenerme activo durante centenares de kilómetros con alguna bebida isotónica y un par de galletas energéticas que llevo entre el escueto equipaje. Muchas veces ha sucedido así, me he alimentado durante horas sólo a base de recorrer distancias, como si el viaje en sí me aportase todo el sustento vital necesario. Pero por el momento, los 166 kilómetros de autovía entre Madrid y Honrubia son insufribles debido al calor y al intenso tránsito de salida de vacaciones. No olvidemos que Septiembre sigue siendo un mes de vacaciones estivales para muchas personas, aunque no genere el mismo volumen de desplazamientos de los meses de Julio y Agosto.



 

Hacia la una y media de la tarde llego al desvío de Honrubia, tomo la N-III, y me dejo acoger amistosamente por la vieja carretera a lo largo de los 68 kilómetros que me separan de Minglanilla. Con la visera del casco completamente levantada, a punta de gas, suavemente, como meciéndome a través de las curvas y de las ondulaciones del terreno, voy dando cuenta demorada de un trayecto que podría recorrer hasta con los ojos cerrados. En los alrededores del embalse de Alarcón el sofocante calor estival se mitiga en contacto con la abundante vegetación y el agua remansada. Pero el alivio es efímero, y al regresar a las inmensas rectas que llevan hasta Motilla del Palancar y Minglanilla, el verano extremo de estas comarcas manchegas vuelve a manifestarse en todo su esplendor sofocante. A las dos de la tarde asoma la extensa silueta del casco urbano de Minglanilla en el horizonte. Es el momento obligado de tomar una decisión: seguir hacia el este o virar hacia el sur. 








Casas Ibáñez 40. Carretera autonómica CM-3201. Instintivamente he tomado la derrota del sur para volver a recorrer unos ásperos territorios por los que transité en el pasado. La carretera ha sido mejorada muy ligeramente, pero los territorios siguen siendo tan desolados como cuando los recorrí por última vez, en unas condiciones atmosféricas muy diferentes a las de hoy, pero no menos desagradables, con lluvia, con viento y con frío extremo. Esta es la ruta de enlace entre la N-III y la antigua N-430, actual autovía A-31, y cruza de norte a sur la vasta franja oriental de la inmensa provincia de Albacete, la novena más extensa de España. El sol de las primeras horas de la tarde cae a plomo sobre las resecas llanuras apenas jalonadas por pequeños y dispersos pueblos que pasan inadvertidos al viajero, deslumbrado por la intensa luz estival. El límite de provincias entre Cuenca y Albacete, en las proximidades de Villamalea, señalado con un escueto cartel, también me hubiera pasado completamente desapercibido, de no ser porque lo andaba buscando, y lo encontré. De aquí a Casas Ibáñez todavía 16 kilómetros interminables que bien podrían pasar por 50 ó 60. Cuando llego por fin a esta importante población albaceteña, en el cruce con la N-322, me asalta por primera vez en el viaje la tentación de pararme a comer en condiciones, esto es, quizá en la terraza de algún restaurante de carretera para degustar unas excelentes chuletas de cordero a la brasa, tan típicas de la zona. Para entonces llevo ya recorridos alrededor de 260 kilómetros sin parar, la moto va a pedir gasolina muy pronto, la temperatura ambiente supera seguramente los 35 grados centígrados y yo empiezo a experimentar los primeros síntomas de la deshidratación, uno de los cuales, y de los más peligrosos cuando vas conduciendo, es el de la vista nublada.
 


 


Entro pues en el casco urbano de Casas Ibáñez y completamente desorientado consigo desembocar en un frondoso parque con un bar y un quiosco de helados. Los paisanos que toman el aperitivo sentados en las terrazas de ambos establecimientos alzan los ojos para observarme con curiosidad cuando aparco la moto en sus proximidades y empiezo a despojarme de mi pesada indumentaria, que seguramente me asemeja más a un astronauta que a un simple y cotidiano viajero terrestre que recorre la provincia. Supone todo un alivio desprenderse del casco, de los guantes -trabajosamente, porque tengo las manos sudadas y se resisten a salir-, del pañuelo de cuello y de la agobiante chaqueta de Gore-Tex, que no fue diseñada en absoluto para recorrer estas latitudes en verano. Respiro profundamente y enciendo un cigarrillo, y después otro, y quizá un tercero antes de hacer otra cosa, pues las ganas de fumar, después de casi tres horas consecutivas de viaje, son insoportables incluso por encima de la necesidad apremiante de comer o de beber. Veo un extraño automóvil marca Spartan con matrícula histórica aparcado junto a mi moto. Realmente no parece muy antiguo, ni muy histórico, pero esto es lo que hay, y le saco una foto con el teléfono móvil, que de inmediato envío por whatsApp al grupo EN LA CARRETERA, homónimo de este blog y de la página de Facebook, en donde los otros dos miembros del equipo, Antonio Teruel y Escorpio10, van a ir subiendo más o menos en directo las imágenes que les vaya enviando de mi viaje, según habíamos convenido el día anterior. Y a las 14´25 horas tiene lugar la siguiente conversación (extractada) escrita entre nosotros:



-Route1963: Casas Ibáñez, en directo.
-Antonio Teruel: Vaya, nos enviamos fotos a la vez.  (Él acaba de subir una fotografía de la portada del diario Levante de Valencia en la que se lee que el segundo tablero del viaducto de la A-3, en Contreras, también deberá repararse).
-Route1963: Pero yo estoy en ruta!   
-Antonio Teruel: Qué coche histórico más chulo.    
-Route1963: Mando fotos para que Escorpio las suba a la página en vivo. Ahora tiraré para Alcalá del Júcar.
-Antonio Teruel: Por Jorquera o directo?
-Route1963: Directo. Luego tiro para Jorquera.
-Antonio Teruel: Entonces darás más vuelta. Cómo volverás desde allí hacia Almansa?
-Route1963: Pero hace un calor criminal. Jorquera-Casas de Juan Núñez-Alpera-Almansa.
-Escorpio10: Dónde está ese coche histórico?
-Antonio Teruel: (…) Yo lo haría al revés, primero a Jorquera y de allí a Alcalá. Uff, qué vuelta.
-Route1963: El coche está en Casas Ibáñez, Escorpio. Un paseo.
-Escorpio10: Vale, lo habías puesto antes y no lo vi.
-Route1963: Tranqui.
-Escorpio10: Si subes a Jorquera y un pelín más arriba, encontrarás hitos y señales antiguas con cajetines amarillos impertérritos y todo.
-Antonio Teruel: De Casas de Juan Núñez a Higueruela, y de ahí a Alpera… Así tocas menos A-31. Aunque MENUDA VUELTAAAAA.
-Escorpio10: Ey, que lo que importa es el viaje, es el fin en sí mismo. En un rato publico el coche.
-Route1963: Os sigo informando, socios.
-Escorpio10: Ok.

  

Compro una botella de litro y medio de agua helada en el quiosco. Pregunto por la gasolinera más cercana de camino a Alcalá del Júcar y me informan amablemente de que hay una en Las Eras, casi llegando a esta localidad turística. Me bebo media botella de agua de un trago, guardo el resto en la maleta trasera o top-case, en el argot, y reanudo la marcha. Son las tres menos diez de la tarde. Ahora comienza de verdad lo interesante de mi improvisada e implacable ruta de la sed. Las chuletas de cordero a la brasa pueden esperar. O tal vez en Alcalá del Júcar, media hora más tarde, sea llegado el momento. O nunca. El agua y el tabaco me han saciado bastante. Soy un tipo duro, un viejo lobo solitario de la carretera curtido en mil y una batallas mucho peores que esta. Aunque cuando alcanzo de nuevo el cruce de la N-322, Albacete a la izquierda, Requena a la derecha, bajo un sol despiadado, me vuelven a asaltar de nuevo todos los terrores posibles e imposibles. Desprende fuego el asfalto de la carretera nacional y el motor cansado de mi vieja Honda Varadero del 99 arroja, a su vez, ardientes turbonadas ascendentes que me queman las piernas, los brazos, las manos y la cabeza. La aguja blanca del reloj de la temperatura se ha disparado hacia la derecha, muy cerca de la escala roja de peligro, y el ventilador ruge endemoniadamente tratando de disipar en vano este calor apocalíptico. Si en verdad existe el infierno, los condenados al suplicio eterno deben experimentar sensaciones muy similares a las que padezco yo en estos momentos. Incapacitado para orientarme correctamente, no puedo por menos que equivocar el camino dos veces, pero rectifico a tiempo y enderezo el rumbo. Podía haber sido peor: apenas si he perdido cinco minutos.





Me encuentro de nuevo en la CM-3201, camino de Alcalá del Júcar, como tenía previsto. En mitad de la nada, en un cruce de carreteras vecinales que llevan a Zulema y Casas de Ves, aparece la gasolinera de Las Eras. En muchos mapas ni siquiera figura rotulado este lugar. Es como si no existiera. Vuelvo a llenar el depósito de combustible y hago una visita a los lavabos para aliviar la vejiga. Esto significa que aún no he sudado lo bastante, pues de lo contrario no necesitaría orinar. Y de hecho no volveré a hacerlo durante el resto del viaje, porque es a partir de aquí cuando voy a romper a sudar copiosamente hasta agotar todas mis reservas corporales y las de la botella, de agua ya recalentada, que guardo en la maleta trasera. 





A las tres y cinco de la tarde tomo tres fotografías de este lugar con el teléfono móvil y las envío de inmediato al grupo, con el siguiente mensaje: Las Eras (AB). Camino de Alcalá del Júcar. Pero no obtengo respuesta. Mis socios están comiendo, se han echado la siesta o han silenciado sus teléfonos móviles y se han desentendido momentáneamente de mi aventura. El reportaje en directo en la página de Facebook, como tal, no se está llevando a cabo de la forma que habíamos previsto la víspera, pero parte de la culpa es mía, por viajar a unas horas tan intempestivas en las que a nadie se le ocurriría ni asomarse a la calle, no digamos ya lanzarse a la carretera en el 1 de Septiembre más tórrido de la historia de España desde que existen registros meteorológicos. Lejos de contrariarme por estas adversidades, yo sigo a lo mío, y aún tengo muchas cosas que hacer. Estoy pasando más calor del que he acumulado en todos los días de mi vida juntos, pero no puede decirse que me esté aburriendo en absoluto, sino todo lo contrario. Ha llegado el momento de relegar las fotografías a un segundo plano y prepararse para grabar video en marcha desde la moto. Los parajes que voy a recorrer a continuación lo merecen, de modo que preparo el soporte de la cámara, la propia cámara de video y su mando a distancia, que a veces funciona correctamente y a veces, la mayoría de ellas, falla con estrépito. Yo mismo me sorprendo de la ensimismada laboriosidad con que me ocupo de estas tareas técnicas, sometido a una temperatura cercana a los cuarenta grados centígrados, sudando a mares, deslumbrado por una luz solar insoportable en mitad de estos páramos salvajes, acuciado por una sed insaciable que a duras penas consigo atenuar mediante largos sorbos de la botella de agua ya recalentada. Y sin embargo mi actividad es frenética, la lucidez de mi cabeza ejemplar y la estabilidad de mi cuerpo asombrosa en unas condiciones ambientales tan hostiles. 

 

Pero lo mejor de todo es que puedo seguir conduciendo y tengo combustible para hacerlo por lo menos durante otros 300 kilómetros por estas carreteras lentas y demoradas de mi particular ruta de la sed. El paisaje va a cambiar enseguida, provocando una ruptura geográfica inesperada en la inmensa llanura manchega. El río Júcar abre un vasto y abrupto cañón en su curso que obliga a la carretera a precipitarse hacia el abismo de su ribera. Se suceden las curvas y revueltas inverosímiles en pronunciada pendiente que llevan hasta Alcalá del Júcar, tres kilómetros más abajo, un pueblo hermoso y singular como pocos. Hacía algunos años que no volvía por aquí, a este lugar desconcertante y contradictorio en donde puedes degustar las mejores chuletas de cordero a la brasa del universo conocido y al mismo tiempo alojarte en el peor hostal del mundo, con las sábanas sucias, el mobiliario desvencijado y las ventanas rotas. En donde puedes guardar tu moto una noche de invierno en la pista de baile de una discoteca de verano cerrada, entre cajas de refrescos vacías y bafles llenos de telarañas, o subirte en un viejo tractor Barreiros abandonado junto a la carretera en plena travesía urbana. Un lugar desconcertante, contradictorio y extremo, en donde puedes congestionarte por el calor o entrar en una tiritona perpetua de frío y humedad dependiendo de la estación del año. Pero un lugar al que nunca te importa regresar, aunque sea un momento, de paso, de camino hacia otro sitio. Como ahora, porque aunque la tentación de detenerme a comer ha vuelto a asaltarme varias veces mientras cruzo parte del pueblo olfateando con deleite la carne a la brasa que crepita en las parrillas de leña al aire libre, finalmente he decidido continuar sin pausa con el itinerario previsto.



jueves, 28 de agosto de 2014

UNA INCREÍBLE AVENTURA EN LA ITV (Inspección Técnica de Vehículos).



Cuando eres poseedor de un vehículo antiguo, sin que llegue a ser todavía un clásico, para tu desgracia, ya estás sumamente resignado al trámite bianual de la Inspección Técnica de Vehículos (ITV). Para muchas personas, y en especial para algunas mujeres conductoras, el momento de llevar su automóvil a esta revisión oficial obligatoria supone una especie de trauma insuperable o cuando menos la certeza de ir a pasar un mal rato que podría ser evitable. Sobre todo colocar el coche sobre el foso para la inspección de los bajos es lo que mayor pavor les produce a las féminas, temerosas de no situar bien las ruedas en los carriles de la plataforma y precipitarse al abismo. Naturalmente es demasiado improbable que esto llegue a ocurrir nunca, pues los propios operarios de la estación de la ITV son los primeros interesados en que tal cosa no suceda, pero el miedo escénico permanece en el subconsciente de algunas señoras.  Para evitar ésta, y otras molestias derivadas, siempre se puede recurrir a empresas especializadas que se encargan de recoger el vehículo a la puerta de tu domicilio, llevarlo a pasar la ITV y devolvértelo tan pronto como ha finalizado la gestión, previo pago de una cantidad más o menos módica que mucha gente -mujeres y hombres- paga encantada con tal de evitarse el viaje hasta un más que probablemente lejano polígono industrial, sitios estos en donde suelen ubicarse las estaciones prestadoras del servicio, al menos en las grandes ciudades.

En mi caso, como propietario de una vetusta motocicleta con quince años a sus espaldas, y sin haber sufrido nunca los terribles terrores que inspira la ITV a tantos conductores, siempre he acudido en persona a llevarla a cabo. Incluso en una ocasión he ido a pasar la ITV de la motocicleta de un amigo, que por motivos laborales no podía realizar él. 

Nunca he tenido incidencias destacables, hasta el pasado 19 de Agosto (la validez de la ITV me caducaba el 20), cuando bajé al garaje antes de partir hasta el lejano polígono industrial pertinente, arranqué la moto y me puse a hacer algunas comprobaciones elementales que en otras circunstancias jamás habría hecho: cláxon y funcionamiento del alumbrado, largas, ráfagas y luces de freno, básicamente. Ni siquiera me acordé esta vez de verificar la luz de la placa de matrícula, que en una ocasión me supuso una infracción leve en la revisión, pues no funcionaba. Pero esta vez el problema era más serio, porque lo que había dejado de funcionar, sin previo aviso, y a saber desde cuándo, era la luz de freno delantero. Simplemente, al apretar la maneta derecha, que es la que corresponde al freno delantero en las motos, la lámpara indicada no lucía. Con esta deficiencia, desde luego, no pasas la ITV a la primera en ningún caso, lo que te obliga a volver a una segunda revisión ya con la incidencia solucionada.

Sin embargo, como disponía de tiempo de sobra aunque tuviese luego que comer a las cinco de la tarde, se me ocurrió la idea oportuna de acercarme por mi taller habitual, de donde, por cierto, había retirado la moto sólo unas semanas antes después de una costosa revisión y reemplazo de algunos elementos (kit de transimisión, rodamientos de la dirección, bujías, aceites, filtros...) por un importe superior a los 800 €. Me aseguraron que no cerraban en Agosto, pero me engañaron, porque cuando llegué al taller lo encontré cerrado a cal y canto. 

Así las cosas, tenía, pues, dos opciones: volver al garaje y olvidarme de la ITV hasta una ocasión más favorable, o al menos hacer acto de presencia en la estación correspondiente para soslayar el hecho de que al día siguiente vencía su período de validez. Opté por lo segundo y me lancé a la carretera dispuesto a cubrir la veintena larga de kilómetros que me separaban del lugar habitual en donde realizo desde hace años estas revisiones obligatorias. Sabía de antemano que me iba a perder, pues jamás había conseguido dar con la estación a la primera, tan enrevesado era el camino y tan escasa la información para llegar hasta ella. Pero esta vez, además, aunque permanecía en el mismo municipio, había cambiado de ubicación, de modo que ya daba por hecho resignadamente que me iba a perder de forma apoteósica.


Mis oscuros presagios se cumplieron y me perdí. Y apoteósicamente, además, porque sin poder remediarlo mi atolondrado deambular por las calles del extenso municipio me devolvió de nuevo a la autovía y en dirección contraria al destino que buscaba, sin poder encontrar un cambio de sentido en decenas de kilómetros. Conseguí dar la vuelta al cabo de largo rato y regresar al punto de partida sudando a chorros por dentro del casco y maldiciendo cada piedra del camino. Anduve perdido todavía mucho tiempo hasta que, casualmente, encontré un cartel que indicaba a la ITV. No estaba en un polígono industrial, sino en mitad de la nada, en lo alto de un cerro desértico castigado por el sol de Agosto de manera inclemente. Una larga avenida con mediana y con aceras acababa de ser construida en medio del campo para dar acceso al establecimiento. No había un árbol, ni una sola sombra de naturaleza vegetal o artificial en varios kilómetros a la redonda, y con cerca de 40 grados centígrados a las dos de la tarde, ya sólo por el hecho de conseguir llegar hasta allí, superases o no la ITV después, deberían darte un premio o al menos otorgarte una mención honorífica. Un hangar de reparación de platillos volantes en la superficie del planeta Marte no habría ofrecido un aspecto muy diferente al que presentaba este lugar infausto. 




Pero no, nadie te iba a premiar por tu proeza, sino todo lo contrario, porque la primera fase del trámite consiste en hacerte aflojar 37 € de la cartera previa presentación de la tarjeta de inspección técnica y del permiso de circulación de tu vehículo. Bueno, qué caramba, esta gente hace su trabajo y también tiene que comer, es lo que piensas mientras tramita tus papeles una chica con cara de pocos amigos, enclaustrada en una minúscula cabina prefabricada que seguramente carece de aire acondicionado en verano y de calefacción en invierno, lo que unido a un más que probable salario inframileurista justifica sin duda su sombrío semblante y su escasa vocación profesional de atención al público.




Arranco de nuevo y accedo a la plataforma exterior de las instalaciones con la esperanza de poder encontrar una máquina de agua fría para mitigar la sed y tomarme un respiro mientras me fumo un cigarrillo después de mi larga odisea por el desierto. Pero esto tampoco va a ser posible, porque un operario me sale al encuentro de inmediato y me invita amablemente a acceder al interior del hangar. Que no me quite el casco si no quiero, me dice, a lo que le respondo que me lo voy a quitar enseguida, y no tanto para que me vea la cara desencajada de pocos amigos, similar a la de su compañera de la entrada, como para evitar una hipertermia severa. El sudor me cae a chorros desde la cabeza hasta las rodillas dejando un rastro húmedo en la camiseta y en los pantalones. Me seco la frente como puedo con el pañuelo de cuello y escucho en boca de mi anfitrión la frase sensata que cabe esperar en estos casos: en verano se pasa mucho calor en la moto.

Por lo menos este sabe de lo que habla. Tendrá unos treinta y tantos años y probablemente sea motero. La mayoría de la gente, en su inmensa ignorancia, piensa todo lo contrario, algo tópico y típico (y rigurosamente falso): que en verano en moto se va muy fresquito. Fresquito se va en el interior de un coche, en pantalón corto y en camiseta con el aire acondicionado a pleno rendimiento. En una moto, forrado de ropa desde la cabeza hasta los pies, recibiendo en el cuerpo el calor abrasador de la atmósfera, el desprendido del asfalto y el generado por el propio motor, la temperatura de tu organismo puede dispararse hasta valores cercanos a los de la fiebre. Sirva de ejemplo el hecho de que en un largo viaje estival en moto, con temperatura ambiente en torno a los 30 grados centígrados, la evaporación de líquidos del cuerpo (deshidratación) es tan elevada que no necesitas orinar durante horas, incluso aunque ingieras bebidas abundantes y frecuentes (lo que por otra parte es absolutamente necesario en estas circunstancias).

Pero volvamos a la increíble aventura de la ITV. Despojado del casco, lo guardo en la funda de tela que he traido para este propósito y me lo cuelgo cruzado sobre la espalda. He decidido bajarme de la moto mientras el operario comprueba concienzudamente el número de bastidor y hace constantes anotaciones en los papeles que lleva consigo. Después me indica que me suba, que vamos a probar las luces. Posición, cruce, largas, ráfagas, intermitentes delanteros y cláxon. Hasta aquí todo va bien. Pero de inmediato le llama la atención una cosa: ¿y esto qué es?  Se refiere a una pieza metálica tubular que sobresale unos pocos centímetros de la parte delantera izquierda del carenado. Es un soporte para la cámara de video, le explico. Pero no le gusta mi explicación, y me amonesta: la próxima vez que vengas quítalo, porque aunque no sobresale mucho del carenado, sobresale lo suficiente como para ser considerado ilegal y peligroso, puesto que puede causar daños. Respiro profundamente antes de contestar: en la ITV anterior de hace dos años, nadie me dijo nada. Y era cierto. Pero este argumento tampoco parece convencerle: bueno, pero tú, por si acaso, la próxima vez lo quitas. 




Por supuesto que lo quitaré, faltaría más. Vamos a comprobar ahora las luces traseras, me dice el operario colocándose a mi espalda. La del freno delantero no funciona, lo acabo de mirar en el garaje, le informo, curándome en salud, y desde ese preciso instante ya soy consciente de que no voy a superar la ITV y tendré que regresar en unos días. A lo mejor se ha soltado algún cable o una clema, es cosa de echarle un vistazo, dice él. Y le echa un vistazo al cableado alrededor de la maneta de freno delantera. Efectivamente, se ha soltado una clema, o bien es que los del taller se olvidaron de colocarla en su sitio cuando la moto pasó su última revisión. Sea como fuere, lo cierto es que la luz de freno delantera vuelve a lucir después de que este operario, hurgando con pericia con los dedos en un espacio incómodo y muy reducido, consiga colocarla en su posición. Sinceramente, a mi jamás se me habría ocurrido andar trasteando en esa clema, y por lo tanto nunca le estaré lo bastante agradecido. Un buen tipo y un verdadero profesional -y seguramente motero, como ya he dicho- que me concede un nuevo margen para superar la ITV en donde probablemente otro, sin tomarse la más mínima molestia, ya la habría echado por tierra. Pero aún hay más:

Ahora déjame que coja yo la moto para pasarle la prueba de frenos, me dice el operario. Esto es una novedad que desconocía. Hasta entonces, era el propio usuario el que pasaba la prueba de los rodillos de freno subido en su moto. Es una prueba bastante delicada, porque los rodillos giran con fuerza y la moto culea y tiende a tumbarse mientras la mantienes en precario equilibrio apretando los frenos con los pies en el suelo, y no es descabellado suponer que más de un motero se habrá caído en esta operación. Un amigo mío corto de estatura, que llega de puntillas al suelo subido en su moto, le tenía verdadero pánico a la prueba de los frenos, y siempre advertía a los de la ITV que si se caía, la responsabilidad de posibles daños físicos y materiales corría por cuenta de ellos. Nunca se cayó, pero el mal rato no se lo quitaba nadie. Ahora ese problema ya no lo tendrá, por lo menos en esta estación de la ITV. Sin embargo, esta es una cuestión que admite una segunda lectura, y es hasta qué punto tienes obligación de dejar tu moto en manos de otra persona, por muy experimentada que sea, si no lo deseas. Yo desde luego no puse ninguna objección -como tampoco la puse con la prueba de humos y decibelios, en donde hay que acelerar en vacío a muchas vueltas-, cosa que a la mayoría de los motoristas no nos gusta que hagan con nuestra moto, y ambas operaciones las llevó a cabo el operario sin mi intervención.


Pero hay un nuevo problema del que me advierte el empleado de la ITV cuando se baja de la moto: el manillar está muy caído, tanto que te pillas los dedos contra el depósito al girar del todo la dirección. De hecho, el propio depósito está un poco marcado al contacto con las piñas de mandos. No salgo de mi asombro. Hace pocas semanas que he sacado la moto del taller después de una onerosa reparación que ha incluído el cambio de los rodamientos de la dirección. Sí es cierto que desde entonces he notado el manillar con un tacto diferente al acostumbrado, pero no he llegado a darle demasiada importancia. Sin embargo, esto ya es más grave. ¿Será posible que los mecánicos no hayan apretado correctamente los tornillos de la tija del manillar?

Pues efectivamente, el apriete no ha sido el correcto, de tal manera que cuando me vuelvo a subir en la moto, casi sin mucho esfuerzo veo que es posible desplazar el manillar sobre la tija: los tornillos allen están flojos. Y tanto, que circulando en carretera puedes tener un grave accidente por este motivo. El amable operario me advierte de tal peligro que ya supongo sin demostrar demasiado asombro ante la anomalía, y se ofrece para venir enseguida con una llave y apretarlos. Para entonces ya he superado la ITV con éxito pese a tantas y tan increíbles aventuras, y salgo al exterior del hangar, una explanada desierta abrasada por el sol. Tengo mucha sed y el sudor me vuelve a correr a chorros por el cuerpo, pero ya he descartado toda esperanza de encontrar una fuente de agua fría o una máquina de refrescos y una sombra en la que resguardarme. Enciendo un cigarrillo por fin, para relajarme. No puedo dejar de pensar en el mal oficio y en la imprudencia de los mecánicos de mi taller habitual dejando el manillar de la moto en esas condiciones. Y tal vez la clema suelta de la luz de freno delantera también sea achacable a su desidia o a su descuido. Hasta ahora siempre los había tenido por buenos y eficientes profesionales. Pero la crisis, la maldita crisis que no cesa, lo está destruyendo todo, convirtiendo el bien en mal, y el mal en mal absoluto sin remisión posible. Tal vez me acerque al taller un día de estos, en cuanto abran, a quejarme de su deficiente servicio cobrado a precio de oro. Supondrá discutir con ellos, naturalmente, porque ni los dueños, ni los jefes, ni los mecánicos de los talleres de motos suelen dar nunca su brazo a torcer ni admitir que pueden haberse equivocado. La moto salió perfectamente de aquí, dirán. Se comprobaron las luces y todas funcionaban. La tija del manillar se apretó correctamente, si no la has forzado tú después, no tendría porqué moverse. Es como si ya supiera lo que me van a contar.

Aparece enseguida ese buen tipo empleado de la ITV con una llave allen. Retira las protecciones de plástico y empieza a apretar los tornillos de la tija una vez que he colocado el manillar a mi gusto, y he de reconocer que lo he dejado un poco más alto de lo habitual, pero no me desagrada. Me presta la llave para que acabe de apretarlos yo mientras se marcha a la oficina para terminar de gestionar mis papeles. Los aprieto fuerte, sí, pero no me atrevo a apretarlos demasiado, por miedo a pasar la rosca. Quiero creer que esta operación, como otras muchas en las motos, lleva un par de apriete concreto y exacto, determinado por el fabricante, que ha de llevarse a cabo mediante una llave dinamométrica calibrada. Apretar a pulso y a ciegas conlleva el riesgo inevitable de que te equivoques por exceso o por defecto. ¿Y quién lo sabe?

Le devuelvo la llave al operario salvador con efusivo agradecimiento por todas las deferencias que me ha dispensado, y entro en la oficina. Los administrativos resultan también amables y cordiales. Buena gente. Retiro la documentación y la pegatina reglamentaria de la ITV con validez hasta el mes de Agosto de 2016. Vuelvo a la explanada, al sol abrasador e inclemente. Son las dos y media de la tarde. Tengo por lo menos media hora de camino hasta casa por la autovía y notables probabilidades de llegar deshidratado. Antes de arrancar la moto observo que la pegatina viene con un defecto de fabricación, o tal vez de diseño: el adhesivo, que debería llevarlo en el anverso para poder ser colocada de manera visible desde el exterior dentro del parabrisas de un coche o de la cúpula de una moto, lo lleva en el reverso, como una pegatina convencional. Bueno, pienso, después de todo, nadie es perfecto.