viernes, 6 de marzo de 2015

ESPERANDO LA MUERTE EN LA NACIONAL 301 (12 de Agosto de 1989). (Cuarta parte). Si todavía vives, ¿cómo podría encontrarte?








Si todavía vives, ¿cómo podría encontrarte, buen samaritano? Han transcurrido más de veinticinco años desde entonces. Desde Agosto de 1989 hasta Marzo de 2015, en el momento en que escribo la cuarta entrega de aquella odisea, se han sucedido sin interrupción exactamente veinticinco años y siete meses. Eso es mucho tiempo. Algo más de un cuarto de siglo. Una enormidad. Nuestras vidas apenas si se cruzaron azarosamente durante diez minutos, tal vez menos, en aquella recta terrible de la N-301. No recuerdo tu rostro, y es casi seguro que tú tampoco recuerdas el mío. No es que esto pudiera servir de mucho, después de veinticinco años, la verdad, cuando mi aspecto físico, y el tuyo, si todavía vives, habrán cambiado tanto inevitablemente. Tampoco recuerdo la matrícula del coche que conducías ese día, y nunca llegué a memorizarla, y es raro, porque siempre he sido infalible recordando matrículas. Claro es que en aquel momento me encontraba en estado de shock, y esto puede explicar mi desmemoria.  Sólo sé que tu vehículo llevaba placas de Madrid con dos letras de serie de una antigüedad imprecisa entre cuatro, cinco, seis años... o a saber. Lo que es tanto como no decir nada. Una probabilidad entre varios millones de poder encontrarte apelando a estas vaguedades. Ni la policía lo intentaría por este camino, y menos aún después de veinticinco años. Con estos indicios tan poco alentadores, es como si tú y tu automóvil nunca hubiérais existido.

Y sin embargo, si hubiera recordado con precisión tu número de matrícula, ahora podría buscarte, si es que todavía vives. Pero aunque no vivas, al menos podría llegar a conocer tu identidad, saber cómo te llamas, o cómo te llamaste, y tal vez con esa información encontrar a alguien que pudiera darme razón de ti, alguien a quien seguro referiste el testimonio de mi desventura de aquel día, y cómo salvé la vida, y lo que tú hiciste para ayudarme a que la salvara, que fue todo lo que podías hacer mientras esperabas un desenlace, y fue mucho, y por ello contraje contigo una deuda de gratitud intemporal que ahora, por extravagancias del destino, me incita a buscarte desde las líneas recónditas de este blog.




No eras una siniestra dama vestida de negro que caminaba por el arcén a mi encuentro, como había temido al principio, cuando sentí tu misteriosa presencia a mi espalda. Tampoco te bajaste de un furgón fúnebre, sino de un elegante Mercedes ya un tanto viajado, creo recordar, ¿o tal vez era un BMW? Vestías ropa de verano, una camiseta, un pantalón corto, sandalias o chancletas de playa, quizá, pero pese a esto tenías un porte adusto y distinguido, de hombre notable de buena posición social. O esa es la impresión que obtuve de aquel encuentro. El automóvil te delataba, pero también te delataron enseguida tu forma de caminar, tus ademanes, tu manera de hablar cuando me dirijiste las primeras palabras, que estaban afectadas de estupor y de espanto, que no era sino un reflejo del mismo estupor y espanto que sentía yo en ese momento, después de lo que acababa de suceder. Aquel lejano 12 de Agosto de 1989 yo tenía veintiséis años menos dos meses, y calculé a ojo que tú podrías tener unos diez o quince años más que yo, veinte, a lo sumo. O al menos eso es lo que supongo ahora. Por lo tanto, si mis apreciaciones fueron correctas entonces, y todavía vives, es probable que tengas una edad comprendida entre los sesenta y los setenta años. Con esa edad, si no ha mediado un trágico accidente o una enfermedad irreparable en tu biografía, es muy razonable suponerte vivo y lo bastante lúcido como para que aún recuerdes todo lo ocurrido aquel mediodía de Agosto de 1989 en el kilómetro 145 de la nacional 301, entre Mota del Cuervo y Santa María de los Llanos, provincia de Cuenca.

Y es que, como testigo avanzado de mi desventura que fuiste, estoy convencido de que nunca habrás podido olvidar aquellos hechos. También supuse entonces, y sigo suponiendo ahora, que habías salido de Madrid aquella mañana para emprender viaje hacia la costa aprovechando el puente festivo de las mil vírgenes de Agosto, como yo y otros tantos millones de compatriotas por las carreteras de todo el país. Seguramente te esperaba la familia en alguno de los muchos destinos mediterráneos de la nacional 301, y ellos fueron los primeros en escuchar tu testimonio de la epopeya de ese atribulado motorista al que socorriste en el arcén bajo el implacable sol del mediodía. Porque desde luego te detuviste a socorrerme, no cabe duda del noble altruismo de tu gesto, pero también lo hiciste para aliviar la insoportable angustia que te había producido el suceso, y porque no pudiste vencer la curiosidad y admiración casi reverencial que sentiste hacia ese hombre que acababa de escapar a un trágico final: acercarte a mí fue como acercarse a un resucitado, y quisiste comprobar si mi naturaleza seguía consistiendo en la misma carne mortal en la que consistía la tuya.

Y había algo de ansiedad, de excitación nerviosa y hasta de apresuramiento en tus pasos y en tus gestos mientras caminabas hacia mí por el arcén de la carretera y preguntabas sin cesar, ¿estás bien, estás bien?, y yo apenas si asentía en silencio y entonces tú añadías sin salir de tu asombro ¡ha sido increíble, increíble, no sabes lo que has hecho, no sabes lo que has hecho, nunca había visto una cosa igual! Y ya cuando me tuviste frente a frente y pudimos confrontar nuestras miradas comprendiste que yo no era un héroe, ni un personaje mitológico, ni un ser sobrenatural, sino un tipo vulgar y acojonado que ni siquiera podía articular palabra, porque tenía la boca seca y la lengua se me pegaba al paladar y temía que si intentaba hablar descubrieses el temblor de mi voz, y quería disimularlo y aparentar una entereza de la que carecía en ese momento, pero el hombre es una animal tan estúpido que incluso en su mayor desvalimiento es capaz de sentir pudor y vergüenza delante de otro hombre desconocido. Joder, macho, estás blanco como la cera -me hablaste coloquialmente-, pero no me extraña, ¿de verdad que te encuentras bien?, ¡ha sido increíble, increíble, y no te has caído, y no te has caído!

Tus palabras me devolvían la certeza implacable de que lo que acababa de ocurrirme había sido exactamente tan terrible como yo lo suponía, o incluso peor, por más que tratase de tranquilizarme, una vez que había salido ileso del percance, imaginando que tal vez la cosa no habría sido para tanto. ¿Necesitas algo, quieres que te lleve a algún sitio, puedo hacer algo por ti?, fue tu inmediato ofrecimiento, como buen samaritano que eras. Agua, te pedí con un hilo de voz, sin saber si mi angustiosa petición iba a poder ser atendida. ¿Agua? Claro que sí, llevo una botella de agua fresca en el coche.

Nos acercamos al coche, que se encontraba apenas cinco o seis metros por detrás de mi moto. Como he dicho antes, creo recordar que se trataba de un Mercedes ya con algunos años de antigüedad, aunque ahora mismo no estoy absolutamente seguro de esto. Me invitaste a sentarme en el asiento del copiloto, me diste un vaso de plástico y me animaste a beber todo el agua que quisiera, que en efecto estaba bastante fresca, tanto como el propio habitáculo del coche, pues viajabas con el aire acondicionado encendido, algo perfectamente comprensible en aquella tórrida jornada de Agosto. Bebí un par de vasos que tuvieron la virtud de acelerar mi proceso de resucitación y hacerme recuperar el habla, y tal vez hubiera bebido un tercero, y un cuarto y un quinto, pero no quise abusar de tu amabilidad y dejarte sin agua para el resto de tu viaje, que nunca me dijiste en donde concluía, seguramente porque nunca te lo pregunté. Volvimos a la moto y te expliqué que había sido un reventón del neumático trasero, pero tú ya lo sabías, lo habías visto y comprendido todo desde el principio: cuando vi lo que pasaba levanté el pie del acelerador para dejarte distancia y saqué el brazo por la ventanilla para avisar a los que venían por detrás para que no se acercasen hasta ver en qué quedaba la cosa. Has vuelto a nacer, ¿lo sabes?

Sí, lo sabía, o lo suponía, pero tu cercano testimonio, una vez más, me devolvía la certeza incontestable de que no me había matado de milagro. Y de que tu prodigiosa contribución, buen samaritano, había ayudado decisivamente a que me salvase, primero en la carretera mientras iba dando bandazos de un carril a otro, y luego en el arcén, cuando te detuviste a socorreme y a interesarte por mi estado. Hubo más testigos, me lo dijiste, pero sólo tú mostraste la necesaria humanidad y el altruismo que una víctima como yo podía demandar en esta situación. Ha sido increíble -repetías admirado-, jamás he visto una cosa igual y no creo que vuelva a verla. Tú no sabes lo que has hecho, no lo sabes, no puedes saberlo porque no te has visto. Es que ni te lo imaginas. ¡Y no te has caído, no, no te has caído! Tienes mucha experiencia montando en moto, ¿verdad? 



Te confesé que no la tenía. Aquella humilde Yamaha SR-250, apartada e inservible en el arcén con el neumático trasero reventado, era mi primera moto, y la había comprado sólo dieciséis meses antes. Toda mi experiencia motociclista se resumía en poco más de 10.000 kilómetros, los que había recorrido en esos meses, lo que te produjo cierta perplejidad. ¿Vas muy lejos? -preguntaste entonces, dando por hecho que repararían mi neumático y todavía sería capaz de alcanzar mi destino en aquella jornada, algo que yo ya había descartado por completo, porque me faltaban más de 300 kilómetros y prefería regresar a Madrid, si se daban las circunstancias favorables, y cubrir la mitad de esa distancia. Este viaje ya se ha jodido para siempre, te dije sin poder disimular mi amarga desilusión. Bueno, no te preocupes -respondiste-, habrá más viajes. No se te olvide que has vuelto a nacer. ¿Te llevo a algún sitio, llamo en el siguiente pueblo a una grúa, necesitas que haga algo por ti?

En 1989 no existían los teléfonos móviles. Si te quedabas tirado en la carretera dependías siempre de agentes externos para recibir ayuda. Casualmente había un poste de auxilio de la DGT en el mismo kilómetro 145 de la N-301, sentido Madrid. Creo recordar que estaba pintado de color rojo, o tal vez fuese naranja, o amarillo. Ya no estoy seguro de eso. Y entonces te despedí, buen samaritano, con un apretón de manos, y te vi montarte en tu coche y reanudar tu viaje, y perderte en el horizonte, y nunca más volví a tener razón de tu existencia. Fuiste solidario en mi infortunio, y por eso hoy, veinticinco años más tarde (casi veintiséis), cuando estoy escribiendo esta historia, en algunos momentos con un nudo en la garganta, me gustaría encontrarte. ¿Y sabes una cosa? Tengo el presentimiento de que vives y de que voy a volver a encontrarte o al menos a tener noticias tuyas. Me lo dice el corazón, que no dejó de latir aquel día.