lunes, 18 de julio de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO (1 de agosto de 1936). 1ª Entrega



Un relato de Route 1963


PREÁMBULO

Hace ahora diez años, en julio de 2006, coincidiendo con el 70 aniversario del estallido de la guerra civil española, comencé a escribir un relato por entregas ambientado en aquellos trágicos días. Dichas entregas se publicaron en internet, concretamente en el foro de la AMM (Asociación Mutua Motera), durante varias semanas, con gran éxito e interés del público, ya que el argumento central de la historia trataba de la huida en moto por carretera de dos hermanos en los primeros días de la guerra.

Fui escribiendo las diferentes entregas del relato a medida que las iba subiendo al foro, de modo que podía ir jugando con la trama y la deriva de la historia según fueran mis necesidades en función de la intriga y de las reacciones que la misma provocaba en los lectores. A semejanza de las telenovelas, cada capítulo o entrega publicada dejaba siempre abierta la posibilidad de un desenlace incierto e imprevisible para la siguiente, con la consabida acumulación de frenéticas peripecias, aventuras y conflictos irresueltos en el tránsito narrativo de los personajes y en el desarrollo del propio relato. Un relato que, por describirlo en términos coloquiales, enganchaba casi como una droga a todo tipo de lectores desde los primeros párrafos, y muchos eran capaces de permanecer despiertos hasta altas horas de la madrugada (que era cuando yo publicaba en el foro cada entrega) acuciados por la necesidad de leer cada nuevo episodio antes de irse a la cama. No les servía de mucho consuelo, porque a una intriga resuelta le sucedía otra intriga sin resolver, una madrugada sí y otra también, y durante varias semanas, como queda descrito.

Los inconvenientes de escribir una historia de ficción por entregas a expensas de la necesidad de sostener un suspense permanente y adictivo sobre los lectores, son diversos y sobradamente conocidos. Entre otros, el excesivo artificio y aparatosidad de la trama, su pérdida de verosimilitud y la inevitable y exagerada extensión del relato, hasta llegar a convertirse en un infumable folletín decimonónico. En el ámbito audiovisual, es lo que sucede precisamente con las telenovelas de centenares de capítulos y personajes.


La publicación en internet de cualquier texto extenso de ficción (aunque sea fraccionado en entregas breves) plantea, además, otros problemas nuevos, y sobre todo uno que destaca sobre los demás: la necesidad de complementar el relato con ilustraciones gráficas relacionadas con el mismo para hacer más atractiva (o menos disuasoria) su lectura. Como puede comprobarse, es lo que estoy haciendo en este preámbulo de la nueva entrada del blog. Un texto largo y árido en la pantalla del ordenador o del teléfono móvil que carezca de alguna imagen ilustrativa intercalada tiene pocas probabilidades de despertar la curiosidad de los lectores, y esto es aplicable tanto a un blog, como a una página web, a una red social o a un foro.

Consciente desde un principio de la necesidad ineludible de ilustrar mi relato motorista sobre la guerra civil española para poder subirlo al foro y conseguir el favor de los lectores, no tuve otro remedio que alternar las tareas de escritura con las de búsqueda de imágenes, gráficos, dibujos y fotogramas de video (a partir de capturas de los propios videos), unas veces en la red y otras en mis archivos particulares, ya fuesen libros, revistas, fascículos o películas y documentales en DVD (eludiremos en esta ocasión el tema de los derechos de copyright de buena parte de ese material gráfico obtenido).

Pero entonces sucedió algo tan curioso como interesante y enriquecedor para la trama narrativa, y es que ésta podía ir adaptándose o desarrollándose en función de las ilustraciones encontradas, y no al contrario (algo mucho más difícil e incluso imposible, por otra parte). Es decir, una simple imagen proveniente de la guerra civil podía inspirar o ambientar el desarrollo de un capítulo o de un pasaje, o bien servir de pretexto descriptivo y ocasional de un momento instantáneo del relato. Y bajo esta premisa fui ensamblando todos los elementos de la historia, de modo que si, por ejemplo, disponía de una imagen o de un fotograma de un taller mecánico de automóviles de los años treinta —como fue uno de los muchos casos—, entonces los protagonistas de la ficción pasaban por un episodio ambientado en uno de estos escenarios. En otro episodio, siguiendo con los ejemplos, a partir de una fotografía de un convoy sanitario formado por camiones y ambulancias a la salida o entrada de un pueblo, nuestros personajes encuentran el socorro necesario para un herido que viajaba circunstancialmente con ellos. En resumidas cuentas, eran las imágenes las que iban dando cuerpo al relato, y no a la inversa, porque desde la ficción narrativa previa no siempre era posible —o mejor dicho, no lo era casi nunca— encontrar las ilustraciones más convenientes.


Después de varias semanas y varias entregas diarias del relato en el foro citado, con su correspondiente público insomne de madrugada esperando un nuevo episodio, suspendí la narración abruptamente sin que se hubiera producido el desenlace final. Simplemente, dejé a mis personajes abandonados en una carretera perdida sin ninguna explicación. Estaban vivos y dispuestos a continuar viaje hacia su destino, pero no quedó testimonio narrado de que lo lograsen o bien murieran en el intento, de la misma forma que habían estado a punto de morir varias veces en los muchos episodios anteriores que había dejado escritos. ¿Por qué no terminé la historia? Supongo que por pereza, desidia o indolencia, defectos que me caracterizan desde hace mucho tiempo. Tal vez tenía el convencimiento de que sería capaz de retomar el relato más adelante y concluirlo adecuadamente. Pero lo cierto es que han transcurrido diez años desde entonces, y el relato sigue inacabado en el mismo punto en que lo dejé. Con el pretexto del 80º aniversario del comienzo de la guerra civil española, voy a publicarlo por entregas, en principio semanales, en este blog, haciendo el propósito de finalizarlo en esta ocasión, pero tampoco puedo garantizar que lo consiga, y espero que los lectores, ya advertidos de antemano, puedan disculparme por ello.

Por último, me gustaría exponer algunas consideraciones y explicaciones que me parecen muy convenientes. En primer lugar, indicar que el título original del relato era TEMERARIO VIAJE EN TIEMPOS DE GUERRA, pero debido a sus semejanzas con el título de una posterior telenovela de la sobremesa emitida en España hace no mucho tiempo, he decidido sustituirlo por el de AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO, que no es que resulte excesivamente creativo, sugestivo ni original, pero que al menos se desprende de cualquier reminiscencia que pudiera relacionarlo con la serie televisiva mencionada.

Por otra parte, el relato original estaba narrado en primera persona por uno de sus protagonistas ficticios, que rememoraba con carácter autobiográfico desde la perspectiva del año 2006 los hechos ocurridos setenta años atrás. Por lo tanto, en el momento de contarnos su historia ya era nonagenario, y ahora, en 2016, sería centenario, algo que no es imposible pero que sí desvirtúa un tanto la verosimilitud de la narración. Pese a este inconveniente cronológico, y hecha también la oportuna advertencia del mismo, trascribiré el texto original sin variación alguna.


Para finalizar, algunas reflexiones obligadas que permitirán comprender mejor tanto la naturaleza y las intenciones del relato como los propósitos de su autor. Cualquier obra de ficción ambientada en la guerra civil española parte de inicio lastrada por la ideología o las simpatías políticas de su creador, y es muy difícil desprenderse de este lastre para acometer un relato desapasionado, neutral, impersonal, objetivo y estrictamente histórico. Para empezar, los mismos personajes de ficción ya tienen su conducta, personalidad, ideología y opiniones propias, generalmente influidas u orientadas por las del autor que les ha dado vida. No son seres autónomos que puedan imponer las condiciones del relato ni influir en su desenlace. El autor hará con ellos lo que considere oportuno en cada momento, y les obligará a pensar o a desenvolverse de acuerdo con sus conveniencias y sus convicciones. Pero incluso la propia interpretación de hechos históricos consumados y de sus consecuencias por parte de los personajes vendrá determinada igualmente por la ideología o las opiniones personales del autor al respecto.

Desde un principio me planteé este proyecto como un relato de aventuras circunstancialmente ambientado en la guerra civil española. Podría haberlo ambientado en otra guerra anterior o posterior, o haberlo ambientado en tiempos de paz. Se trataba en todo caso de disponer de tres elementos en la actualidad aparentemente banales y cotidianos, como son una motocicleta, una carretera y un viaje. Y necesitaba además un pretexto para echarlos a rodar y poder armar una historia lo suficientemente épica como para que pudiera resultar original, inédita y desacostumbrada. En otras palabras, poco banal y cotidiana, como poco banales y cotidianos eran los viajes en moto por carretera en la España de 1936, y menos que habrían de serlo con el estallido de la guerra civil. Sin embargo, el inicio de la guerra provocó que muchas personas que jamás habían viajado a ninguna parte tuvieran que hacerlo para salvar la vida incorporándose a su bando si habían quedado atrapadas en el bando contrario. Pero la historia de los dos hermanos protagonistas de mi relato, que emprenden la huida en una motocicleta robada a la que han falsificado previamente las placas de matrícula, es anómala en este sentido. Para ellos, los dos bandos son equivocados y en ambos sus vidas corren peligro, lo que convierte su viaje en una odisea de proporciones épicas. El protagonista describe la situación con las siguientes palabras:

(...) convencido como estaba de que lo más prudente era la neutralidad, no ampararme bajo ninguna bandera, no estar del lado de nadie. Andando el tiempo los hechos me han demostrado que este es el peor error que puede cometer una persona, porque cuando no estás ni con unos ni con otros, ni contra unos ni contra otros, los unos y los otros —ambos por separado—, cuando estalla un conflicto acaban por considerarte su enemigo, así es que sin pretenderlo terminas siendo enemigo de todos, y con tantos enemigos —y ningún amigo— es muy difícil sobrevivir.


Esta equidistancia y neutralidad del personaje principal fue deliberada por mi parte a la hora de plantear el enfoque o la orientación política del relato, pues desde un principio pretendía escribir una historia de aventuras desapasionada y objetiva en donde primase el impulso de la acción por encima de todo, con independencia de cuáles fuesen sus desencadenantes o mis propias convicciones personales sobre el conflicto, una historia sin buenos ni malos, sin culpables ni inocentes, sin víctimas ni verdugos, pero no tardé en comprender que mi propósito era estéril y no alcanzaría muchas páginas sin traicionarlo, convirtiendo al fin mi discurso narrativo en una apología de los malos, de los culpables y de los verdugos.

Incluso a la mayoría de los españoles que no vivimos la guerra civil nos resulta difícil ochenta años después no tomar partido ideológico por uno de los dos bandos en conflicto. La socorrida ambigüedad de manifestar que unos y otros cometieron desmanes y atrocidades sin medida y que cada uno de ellos tenía sus razones para ello es ya una coartada muy débil. Como lo es una interpretación neutral y desapasionada del conflicto y de las causas que lo motivaron. Yo, como es lógico, estoy con el protagonista de mi relato cuando, en un breve momento de descanso en mitad de su mítica huida, reflexiona:

Pero el principal problema de España era este, que la República, pese a sus promesas y a sus buenos propósitos redentores para con el proletariado, a los cinco años de su proclamación todavía no había conseguido establecer una verdadera justicia social que paliase las graves desigualdades del pasado, y estas desigualdades, aumentadas y enarboladas como una bandera por la efervescencia revolucionaria del momento, habían desatado el enfrentamiento entre quienes pretendían preservar a toda costa el actual estado de las cosas en defensa de sus seculares privilegios y entre quienes aspiraban a cambiarlo porque carecían de privilegio alguno, entre quienes tenían un concepto tradicional de la vida y entre quienes creían que había que desprenderse de los viejos lastres de la historia porque un mundo nuevo y mejor era posible, entre quienes querían sojuzgar y entre quienes no querían ser sojuzgados, entre ricos y pobres, en puridad, porque en realidad era este, y no otro, con todos los muchos matices que se deseen, el germen fundamental de la guerra civil española.



AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO
1ª Entrega

Fue en mangas de camisa, tocados con unas gorras grises de pana y calzados con toscas alpargatas de esparto, sin apenas dinero en los bolsillos, pero en cambio provistos de impecables documentaciones falsas, como emprendimos aquel temerario viaje a bordo de una ostentosa motocicleta —o motociclo, que era como se denominaba entonces a estos vehículos— Brough Superior SS100 Alpine Grand Sport robada y con matrícula y papeles igualmente falsificados por la mano hábil de Juan, mi hermano mayor, que era quien la conducía y el que había planeado, además, toda aquella aventura de fugitivos románticos —falsificaciones y robo de la moto incluidos— que tanto habría de cambiar nuestras vidas.

Fue una audacia, un arrebato juvenil de dos veinteañeros rebeldes y ávidos de sensaciones fuertes que huían de muchas cosas, pero sobre todo de sí mismos en unos tiempos convulsos en los que toda huida ya resultaba sospechosa por el mero hecho de serlo y que solía resolverse prematuramente con la detención o el asesinato de sus protagonistas antes de que pudieran culminarla. No existía la presunción de inocencia. Todo el mundo era culpable ante los ojos de sus enemigos —y a menudo ante los ojos de sus propios amigos, si caía en desgracia—, y lo era a veces por sus actos, pero sobre todo por sus omisiones, por lo que podía y debía haber hecho y había preferido no hacer, fuese por miedo o por indiferencia, y los implacables verdugos de uno u otro signo, que tanto proliferaban en aquellos días de confusión, jamás mostraban piedad alguna con sus víctimas. Se mataba y se moría a veces por puro azar, pues el mero hecho casual de hallarse en el lugar equivocado y a la hora equivocada solía traer consigo graves e irreparables contratiempos. Y lo peor de todo es que en aquellos días y en aquellas noches de terror desatado existían demasiadas horas y lugares equivocados en los que uno podía encontrarse de bruces con la muerte, ya fuese con la de otros o con la suya propia. Tal vez por eso todo el mundo consideraba las casualidades, por inofensivas que pudieran parecer, como un presagio de desgracias inmediatas. Pero los jóvenes como nosotros no le dábamos demasiada importancia a estas cosas, pese a la fuerza de su evidencia. Nos quedaba toda una larga vida por delante, o eso creíamos. Cuando tienes veinte años en lo último que piensas es en que vas a morir.


Pronto cumpliré noventa años. Soy, por lo tanto, un viejo que ya ha vivido demasiado. Mi hermano Juan, fallecido hace mucho tiempo, me habría corregido en este instante diciéndome que nunca se vive demasiado, o quizá, para ser más precisos, que nunca se vive lo bastante, tan vitalista y entusiasta como era él. En cambio yo, más conformista y descreído desde que tengo uso de razón —ahora que ya me va quedando poca—, soy el que ha conseguido llegar a viejo sin apenas proponérselo. Con la edad, la memoria de los viejos se torna contradictoria: hay cosas que no somos capaces de recordar y hay cosas que no somos capaces de olvidar. Aquel lejano y temerario viaje huyendo desesperadamente del caos en esa motocicleta Brough Superior robada es una de esas cosas que, por muchos motivos, jamás seré capaz de olvidar. Incluso me parece que todavía estoy sintiendo en el rostro el mismo aire tibio que sentí aquella noche tan remota mientras escapábamos a toda prisa de la ciudad apocalíptica y sangrienta, esa ciudad, la capital del dolor, en donde la vida había perdido de repente todo su sentido.

Era la madrugada del sábado 1 de agosto de 1936.




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