viernes, 7 de octubre de 2016

AQUEL VIAJE QUE CAMBIÓ NUESTRO DESTINO. (1 de agosto de 1936). 9ª Entrega




Un relato de Route 1963



Sintiendo en la nuca el aliento homicida de nuestros perseguidores bajamos hasta el andén del Metro sin dejar de correr. Ni siquiera nos detuvimos en la taquilla para sacar los billetes. La empleada que los despachaba salió de su garita de cristal y nos gritó:

¡Eh, vosotros, volved aquí! ¡Tenéis que pagar!

Naturalmente no volvimos ni se nos pasó por la cabeza hacerlo. En cambio, para no empeorar aún más las cosas, mi hermano buscó en los bolsillos de los pantalones, sacó una moneda y se la arrojó a la mujer sin ningún miramiento. Esta se agachó para recogerla de muy mala gana.

¡Hay que ver, qué poca vergüenza! —dijo volviendo a su garita.

En el andén de la estación de Chamberí, solitario a esas horas de la noche, todavía con la respiración fatigosa por el esfuerzo de la huida, Juan me advirtió:

Estate preparado, porque lo mismo tenemos que salir arreando por el túnel en cuanto aparezcan esos.

Asentí muerto de miedo. Los túneles del Metro, oscuros y malolientes como pozos abandonados, se me antojaron la peor escapatoria posible en ese momento, pese a ser probablemente la única en nuestras circunstancias. Aunque, bien pensado, quizá sólo estábamos eligiendo la forma de morir: en lugar de hacerlo acribillados a tiros por aquella horda de facinerosos, íbamos a perecer arrollados por un tren, tanto daba. Pero Juan me explicó enseguida que aquel túnel que se abría a nuestra izquierda llevaba directamente hasta Cuatro Caminos. De los trenes que circulaban por su interior a toda velocidad no había que preocuparse, ya que se les oía venir desde lejos, y en las paredes del túnel, cada pocos metros, existían unos nichos de protección denominados mechinales en los que cabían de pie dos personas. Además, en la mochila teníamos una linterna que nos ayudaría a movernos en la oscuridad. El único inconveniente, eso sí, era que el túnel antes de desembocar en Cuatro Caminos cruzaba otras dos estaciones abiertas al público en las que alguien podría vernos y delatarnos.


Era un riesgo menor en comparación con el que deberíamos afrontar enseguida en aquel andén. Escuchamos voces en el vestíbulo de la estación. Seguramente eran ellos. Nos habían seguido hasta allí.

Ya están ahí —dijo mi hermano tensando los músculos de la cara hasta deformarla en una mueca casi irreconocible que delataba su tremendo pavor.

¿Vamos al túnel? —le pregunté, sintiendo como me flojeaban las piernas.

Ya viene el metro, ¿no lo oyes?

Se habían apagado las voces del vestíbulo y ahora en cambio se escuchaba el taconeo precipitado de un grupo de gente que bajaba a toda prisa por las escaleras. Eso era todo lo que yo podía oír, y sin poder contenerme me puse a gritar:

¡Que vienen, que nos van a matar! ¡Al túnel, vámonos al túnel!

Pero ya era demasiado tarde para meterse en el túnel. Como acababa de advertir mi hermano, un tren rojo con churretones de polvo y de grasa hizo su entrada en la estación envuelto en un atronador estrépito de chapas temblorosas y bocanadas silbantes de aire comprimido. Se abrieron las puertas y entramos en un vagón vacío que olía a orines y a vómitos. Sonó un largo toque de silbato y las puertas se cerraron de golpe apenas un segundo después. El tren reanudó la marcha. A través de las ventanillas enchafarrinadas de nuestro vagón vimos durante un instante a uno de los hombres que nos perseguían. Corría por el andén con una pistola en la mano. Instintivamente nos tiramos al suelo justo antes de que sonase un disparo. Los cristales de una de las ventanillas saltaron en mil pedazos pero el tren se adentró en el túnel sin detenerse.

¿Estás bien? —me preguntó mi hermano levantándose del suelo.

—dije incorporándome también—, pero no sé cuánto tiempo nos va a durar esta racha de buena suerte.

Lo bastante como para llegar a Valencia, ya lo verás. Tienes que tener fe.

Ni él mismo tenía esa fe que me demandaba. En el fondo nosotros seguíamos vivos por puro azar, de la misma manera que otros muchos, inocentes o culpables, también por puro azar habían muerto aquellos días luctuosos. La supervivencia, por lo tanto, no era una cuestión de fe, sino de mera casualidad. Los hombres que nos perseguían no iban a desistir tan pronto de su propósito de meternos una bala en la cabeza. Si disponían de los medios adecuados, ellos u otros cómplices se pondrían a buscarnos por todo Madrid hasta encontrarnos.


El metro llegó a Cuatro Caminos sin ninguna incidencia después de hacer las paradas correspondientes en las dos estaciones anteriores, Iglesia y Ríos Rosas, en las que no había bajado ni subido nadie. Los andenes se encontraban silenciosos y solitarios, y esto, acostumbrados como estábamos a las muchedumbres y a los constantes sobresaltos que se producían a todas horas en la superficie, en las calles de la ciudad, nos resultaba cuando menos inquietante. Nos bajamos en la estación de Cuatro Caminos, como estaba previsto. Allí debía de comenzar nuestro temerario viaje libertador. Mientras apretábamos el paso por pasillos y escaleras para salir al exterior miramos de reojo a los escasos viajeros que habían bajado de nuestro tren. Casi todos eran obreros que se retiraban a sus casas a dormir. Algún miliciano desarmado y en mangas de camisa. Una pareja de ancianos que tiraba penosamente de un carrito cargado con bultos camino de un exilio previsible antes de que los sublevados sitiasen Madrid. Dos guardias de Asalto con los fusiles colgados en bandolera. Una pandilla de golfos desarrapados que se reían y daban vivas a la República completamente borrachos. Si no hubiera sido por la gigantesca mochila que llevaba mi hermano colgada a su espalda nosotros habríamos pasado desapercibidos entre todos aquellos viajeros nocturnos. Pero el olor a gasolina que desprendía, sobre todo el olor a gasolina, fue lo que nos delató. Los guardias de Asalto apretaron también el paso para ponerse a nuestra altura.

¡Eh, ustedes dos! —nos llamó uno de ellos.




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