domingo, 30 de julio de 2017

LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. (Motoristas de la Guardia Civil de Tráfico). 19ª Entrega


Este es un relato de ficción. Todos los personajes, los lugares y las situaciones son, por lo tanto, imaginarios, y cualquier parecido con la realidad ha de considerarse como una mera coincidencia. Fue publicado por primera vez en el año 2004 en un foro motorista de internet, y debido a determinados pasajes escabrosos de la narración se hizo necesario aplicarle algún tipo de omisión o censura en alguna de las entregas. Se ofrece ahora íntegro en su versión original en este blog, y por tal motivo hemos de advertir que LA LECTURA DE ESTE RELATO NO ES ADECUADA PARA MENORES DE DIECIOCHO AÑOS.



Un relato de Route 1963

¡Son tiros! —dijo Mónica asustada.

No son tiros —replicó el sargento con voz agria—. ¡Ahí está, ese maldito cabrón! Ya me había olvidado de él.

¿Quién es?

El chulo de Venansio —dijo Nogueras con desprecio—. Creo que es amigo tuyo, ¿no?

Sonaron más estampidos. Mónica abrazó al sargento como si buscara su protección.

No es amigo mío —explicó la chica temblando de miedo—. Viene por aquí a menudo y ni siquiera le soporto.

¡Mírale, qué gilipollas! ¡Va a quemar la moto con esas tonterías!

¿Y ese ruido tan espantoso?

Está hasiendo cortes de ensendido, el muy animal.

Mónica le miró con incredulidad.

¿Cortes de qué?

Déjalo, xiqueta, vamos a vestirnos ahora mismo. Este imbésil querrá entrar aquí. Y acaba de aguarnos la fiesta.

Apenas si había terminado de decir esto, cuando cesaron los estampidos y una de las ventanas del salón del bar, que debía de estar entreabierta por el calor, se abrió completamente empujada desde el exterior. Después vieron una mano que descorría la cortina y la cabeza del sargento Venancio que se asomaba dentro y les miraba con estupor superlativo. Ellos, sin soltarse de su abrazo, ni siquiera hicieron ademán de moverse, y no por ausencia de pudor, probablemente, sino porque la sorpresa de aquella indeseable visita les tenía paralizados. Pero no contento con esto, Venancio se elevó a pulso sobre la ventana, que estaba a un metro del suelo, pasó una pierna por encima del marco, luego la otra, y se metió en el interior del bar. Vestía un espectacular mono de cuero rojo con una cabeza amarilla de diablo con cuernos bordada en la espalda y un letrero del mismo color en el que se leía: Red Devil Rácing Team. Mónica, en un arrebato de dolorosa vergüenza, trató de ocultar su rostro en el hombro de Nogueras, una precaución tan estúpida como innecesaria, porque su hermoso cuerpo desnudo quedaba expuesto de todos modos a la contemplación descarada de aquel intruso.

¡Joder, Nogueras, cómo te lo montas, tío! —exclamó Venancio sin quitarle ojo al culo de Mónica.

Entonces Nogueras, ciego de ira, se separó de la camarera y avanzó dos pasos hacia Venancio, pero se detuvo al punto al darse cuenta de lo grotesco e indefenso de su estado, desnudo, en calcetines y con el pene ya fláccido colgándole entre las piernas como un juguete roto.

¡Eh, tú, fill de puta! —le gritó—. ¿Nadie te ha enseñado nunca modales?

Venancio se rió mientras seguía los movimientos de la camarera, que ya había empezado a vestirse.

¡Vaya, vaya! —dijo con sorna—. ¡En buen momento vas a darme tú lecciones de modales! Ponte los calzoncillos, anda, que me da asco verte así.

El bar está cerrado —le informó Mónica de repente, mientras se abrochaba los botones de la blusa y se calzaba sus zapatos verdes de tacón—, así es que ya te puedes ir largando por donde has venido.

Te pones muy guapa cuando te enfadas, muñeca —dijo Venancio sacando la lengua.

¡No me llames muñeca, gilipollas! ¡Y lárgate ya!

En cuanto Nogueras se vista nos largamos los dos. Tenemos un asunto pendiente. Pero no te preocupes, Mónica, que yo volveré.


Nogueras se puso los calzoncillos sintiendo que una desazón inconsolable hasta el infinito le envenenaba por dentro. Aquél imbécil de Venancio no sólo acababa de echarle a perder el polvo del siglo con la mujer de su vida —y era imposible saber ahora si aquella oportunidad podría volver a presentarse alguna vez—, sino que además debía disputarle una temeraria carrera de motos en la que, dado su actual estado de ánimo, tenía todas las probabilidades del mundo y alguna más de perder. Terminó de vestirse con desgana mientras miraba a los ojos de la camarera, que le devolvía una expresión fría y neutral, como si nada de lo que había habido entre ellos sólo un momento antes hubiera sucedido realmente. Se abrochó las botas, cogió el casco y se acercó a la chica, que estaba al otro lado de la barra. Quería tocarla, abrazarla, besarla y hablarle al oído, a modo de despedida, pero no estaba seguro de que la reacción de ella pudiera serle favorable en estos momentos. Ni siquiera la presencia de Venancio, que ya esperaba de pie junto a la ventana por la que había entrado, consiguió disuadirle de sus propósitos. Acercó su boca al oído de la camarera y le susurró:

Oye, Mónica...

¿Qué?

Esto de hoy podremos terminarlo en otra ocasión, ¿verdat? Que nos hemos quedado a medias, nena.

Sí.

¿Sí, qué?

Que es verdad, que nos hemos quedado a medias, sargento —reconoció ella también en un susurro.

¿Y entonses? —preguntó Nogueras sufriendo la angustia anticipada de una posible negativa de la chica.

Bueno..., no sé —titubeó ella.

¡Joder, Mónica, no me hagas esto! —suplicó él, sintiendo que un nudo terrible le apretaba en la garganta—. ¡Me vas a dejar con la miel en los labios!

No sé, no sé..., ya veremos —seguía repitiendo Mónica ante el desconsuelo creciente de Nogueras.

Es por Venansio, ¿verdat? Tienes algo con él.

Ya te he dicho que no, que le detesto.

Entonses bésame.

Se besaron. Es cierto que Mónica, en comparación con su actitud entregada de antes, apenas si puso ahora el mínimo interés en dejarse llevar pasivamente, sin un gran entusiasmo que pudiera ser reconocido como tal, para notable desilusión de Nogueras que, pese a todo, volvió a explorar la boca de ella con su lengua ansiosa, y a manosearle los pechos con incontenible deseo por encima de la blusa de seda, y aún por dentro, y a pellizcarle los pezones, y a buscarle otra vez la cremallera de la minifalda, que no se atrevió a desabrocharle, sin embargo. Naturalmente, con todos estos juegos excitantes a los que se entregaba con urgencia por segunda vez, el animal salvaje que habitaba en su entrepierna volvió a despertarse con renovada lubricidad para volver a estrellarse contra la realidad opresiva de los pantalones de cuero motorista, que eran como una fría guillotina que fuera decapitando uno por uno todos sus sueños, todos sus deseos y todas sus esperanzas. Le sonaba vagamente haber leído en algún libro algo acerca del llamado suplicio de Tántalo, que no podía recordar en qué consistía, pero que a buen seguro no debía de ser mucho peor que el propio suplicio que él sufría ahora. Sabía que Venancio, el cabrón de Venancio, les estaba mirando con envidia, y esto no hacía sino enardecerle aún más. Pensó que si conseguía volver a llevar a ebullición el cuerpo de Mónica, como lo había hecho antes, tal vez pudieran olvidarse de la presencia de este intruso y terminar la faena que había quedado interrumpida con su llegada. Pero el intruso no estaba para nada dispuesto a que se olvidaran de él, y tanto es así que comenzó a golpear el cristal de la ventana ruidosamente con el casco como si quisiera romperlo.

Te doy tres minutos, Nogueras —le advirtió—, sólo tres minutos más, me pongo en marcha y empieza la carrera. Ya me cogerás si tienes huevos.


Nogueras ni siquiera le miró, ocupado como estaba en repasar, aunque fuese por encima de la ropa, el dulce cuerpo de Mónica, que se dejaba hacer impasible como si fuera una estatua de cera. Temiendo que se acabaran los tres minutos de plazo que acababa de concederle Venancio, aumentó la intensidad de sus acometidas hacia la camarera, ante la sospecha bien fundada de que aquella pudiera ser la última vez que la tuviera tan cerca. Y entonces, la chica le rechazó empujándole suavemente.

Me haces daño —se quejó.

Perdóname, Mónica, no quería haserte daño, xiqueta.

Ya está bien, Nogueras, no es el momento de nada —dijo la camarera, separándose definitivamente de los brazos del sargento.

Vendré a buscarte esta noche cuando sierres el bar —anunció él, como si con esta repentina decisión pudiese recuperar parte del ánimo perdido—. Hay varios pueblos en fiestas. Podemos ir a senar y luego a las verbenas y a ver los castillos de fuegos artifisiales, si te apetese.

Mónica sacudió la cabeza y le miró con profunda conmiseración, quizá como habría mirado a un niño, o a un loco, o a un enfermo, o a cualquier otro ser inocente e indefenso en general.

Hoy no, sargento —dijo ella—. Otro día, a lo mejor. Pero ya veremos.

¡Diez..., nueve..., ocho..., siete...! —empezó Venancio a recitar una imaginaria cuenta atrás con la que supuestamente habría de dar comienzo la carrera.

¡No me hagas esto, Mónica, mujer! —insistió Nogueras con desilusión.

¡Seis..., cinco..., cuatro..., tres...!

A lo mejor otro día —recalcó Mónica.

¿Otro día? ¿Pero cuándo?

¡Dos..., uno..., cero! —terminó de contar Venancio, y saltó por la ventana.

Nogueras tuvo la sensación desgarradora de que su buena estrella se acababa de apagar para siempre. Miró a la ventana. Miró a la camarera. Volvió a mirar a la ventana. Afuera ya sonaba el motor ronco de la CBR-900 Fire Blade de Venancio, que pegaba furiosos y provocativos acelerones en vacío, aunque sin atreverse ahora a cortar el encendido. Si le dejaba apenas unos pocos metros de ventaja le costaría luego un triunfo alcanzarle, o a lo peor no le alcanzaba nunca. Y todavía tenía que llegar hasta su ZZR-1100, quitarle el candado y arrancarla, lo que le retrasaría aún más. Pero lo que le horrorizaba sobre todas las cosas era marcharse de allí y perder de vista a Mónica, lo que era tanto como perder sus abrazos, sus besos, sus caricias y su amor, en suma, aunque de todos modos en ese momento ya los tuviera perdidos, como los tenía. La angustia todavía le empujó hasta ella para robarle un beso postrero y desesperado, para llevarse siquiera el leve consuelo del sabor de sus labios como un recuerdo precioso que pudiera confortarle el resto de sus días. Después saltó por la ventana sin volver la vista atrás. Venancio todavía le esperaba para seguir humillándole.

Me parece que si no te has tirado hoy a Mónica ya no te la vas a tirar en tu puta vida, Nogueras, que yo de esto entiendo un poco —le soltó de pronto sin poder disimular su regocijo.

Y si tú no te marchas pronto del cuartel de Ventolana a otro destino lejano —le habló Nogueras cerrando los puños con crispación—, me parese que un día no lo podré evitar y subiré a tu casa y te pegaré un tiro en la cabesa, aunque me tenga que pasar treinta años en la cársel.

Venancio soltó una risita nerviosa.

Bueno, bueno. Te voy a explicar las reglas de la carrera, que se resumen en una: no hay reglas —le dijo con su habitual chulería—. El primero que llegue a la Venta la Reme, gana, y no hay más cera que la que arde.

Como quieras, pero eso no te va a servir de nada —concedió Nogueras—. Para cuando tú llegues yo ya estaré tomando el postre, nano.

Eso lo vamos a ver enseguida —sentenció Venancio, metiendo primera y avanzando despacio por la explanada de grava para salir a la carretera.



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